Los caminos del habla

Arte y verdad en el joven Nietzsche

 

             I.  Crítica de la cultura histórica.

Hay un leit motiv que atraviesa el conjunto de las Consideraciones Intempestivas; el tema se remonta más allá, a El nacimiento  de la tragedia y a otras obras juveniles, es el tema de la cultura que encierra también la pregunta por la posibilidad de un re-nacimiento ¿será posible el retorno de Dionisos?.   El punto de partida es un estado de ánimo del autor anclado en un estado de la cultura. El mismo nos da la clave en su Ensayo de autocrítica: se trata de un “problema de primer orden, (...) la prueba está en la época en que nació y a pesar de la cual nació, la turbulenta época de la guerra franco-prusiana 1870-71”. Alemania cree que tiene una cultura pero no es más que un artificio, un simulacro, pura imitación francesa. La conciencia de carecer de una cultura que en tiempos de Goethe y Schiller sacudiera y excitara a estos espíritus creadores para  construir  las bases de una cultura auténtica se ha oscurecido en tiempos de Nietzsche con la victoria en la guerra contra Francia. El alemán se confunde. La victoria militar no es índice de victoria en el campo de la cultura.  La clave está también en el título el calificativo de intempestivas para aquellas consideraciones: “Esta consideración es también intempestiva –nos dice- porque yo trato de interpretar como un mal, como una enfermedad, como un vicio, algo de que nuestra época está orgullosa con justo título, su cultura histórica”, el filósofo podemos interpretar quiere “obrar de una manera inactual, es decir contraria a los tiempos y por eso sobre los tiempos y a favor, (....) de un tiempo futuro” (UB II. Prefacio)

 

            ¿En dónde reside el orgullo de la época, en qué consiste su cultura histórica? Frente al canto de sirenas de lo apolíneo y luminoso de las formas y el optimismo de la ciencia, frente al encantamiento de la visión winckelmaniana de la sencilla y serena grandeza de la cultura griega,  Nietzsche entra en sospecha. ¿Acaso los griegos una raza fuerte y vigorosa bien avenida con la vida no tuvieron necesidad de la tragedia? ¿Por qué junto a la dialéctica y la astucia para conjurar las fuerzas de la naturaleza floreció el mito trágico y el temblor dionisiaco? Acaso no fuera la serenidad y el espíritu científico el signo de un crepúsculo, de  una decadencia. (Ensayo de autocrítica)

 

Creo que es posible contraponer estos dos elementos de lo apolíneo y lo dionisiaco  no sólo en el sentido expreso en El nacimiento de la Tragedia, como oposición  de la claridad y el ensueño frente a lo tenebroso y la embriaguez sino en el sentido de la comodidad, la molicie, la blanda cama expresiones que aparecen no pocas veces en las intempestivas, o sea de un lado esa seguridad construida sobre el principio de conservación, y del otro  la constatación del dolor y del peligro  y sin embargo el desafío. Desde este punto de vista la cultura se transforma no en una acumulación de conocimientos, lo que Nietzsche llama el conocimiento de la cultura,  la idea o un mero sentimiento de cultura, sino en una actitud, un modo de vida, única manera en que forma y contenido conformarían una férrea unidad de estilo.

 

           Para comprender esta idea acaso haya que recordar la frase de Goethe con que Nietzsche comienza la segunda intempestiva, “Yo detesto todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad o vivificarla inmediatamente” y entonces tenemos que entender que la contradicción principal que alberga en esta cultura moderna que para Nietzsche es la cultura alemana de su época pero que nosotros podemos transpolar a la nuestra, es el divorcio con la vida. En tanto sustentada sobre el espíritu científico que busca conocer, esta cultura diseca, esteriliza, enajena, se transforma en  un mero disfraz, un simulacro que nada tiene que ver con la vida.

 

Hablando de  la filología en una nota del 68, en tiempos de El nacimiento de la tragedia dice “ la mayoría de los filólogos son obreros industriales al servicio de la ciencia. Casi todos ellos trabajan laboriosamente en un pequeño tornillo”,  es necesario, “trocar el regateo de puntos concretos y muy determinados por las grandes consideraciones de orden filosófico” Este pensamiento que en la época de El nacimiento de la Tragedia teñía sus consideraciones acerca de la filología será en los años subsiguientes ampliado y desarrollado en su abordaje del problema de la cultura de su época, la cultura histórica.

 

Pero ¿qué entiende Nietzsche por cultura histórica? Cultura histórica es aquella  que tiene la mirada clavada en el devenir, que todo lo ve, que todo lo examina como resultado de un proceso universal, como desfile  de etapas sucesivas y necesarias que dibujan la dialéctica de los pueblos o como concepto mismo de la historia que se realiza a sí mismo en una especie de giro sobre sus pies. El hombre de esa cultura es un espectador, un contemplador que a falta de cultura se contenta con el nombre de cultura. Con relación a las grandes épocas históricas y a las personalidades creadoras operaría por examen e imitación. Nietzsche compara al hombre moderno de la cultura histórica a un Adán en torno al cual se habrían amontonado todos los estilos y todos los ejemplares como animales a los cuales este Adán podrá ponerles nombres, pero todo será en vano seguirá siendo el eterno hambriento, el crítico paupérrimo “sin alegría y sin fuerzas, en el fondo un bibliotecario y un corrector de pruebas que pierde su vida miserablemente entre el polvo de los libros y corrigiendo erratas de imprenta.” (G T .18) Estamos por lo tanto frente a la misma opción de Fausto: la ciencia o la vida. Y allí como aquí ciencia no en el sentido de conocimiento sino de erudición, información, la vana polimatías que al decir de Goethe en el epígrafe citado instruye pero no vivifica.

 

Cultura histórica es aquella, entonces,  que se sustenta en la  ciencia y en la idea de devenir al modo hegeliano. Es un momento  de sumo  peligro  este de la filosofía hegeliana; esa manera de verse a sí misma, la época, como un último coletazo y al hombre que la habita como un epígono o  versión tardía, es realmente una visión descorazonadora y paralizante. Pero aún peor es cuando se produce una insólita, audaz y diríamos presuntuosa inversión de esta manera de ver y entonces este ser último, rezagado, tardío, perteneciente a las “últimas ramas anémicas de generaciones fuertes y alegres” se  concebiría a sí mismo como fin, sentido, meta de todo el proceso universal,  de todos los acontecimientos  que le precedieron

 

La historia aparece entonces como una teología disfrazada, una visión heredada del cristianismo medieval, la mira siempre puesta en el juicio final y como tal negada al intento de toda plantación nueva, con un terror insólito por lo desconocido porque en el fondo carece de esperanza, negada a la vida, solo se guía por una vocación de sepulturera,  de cierre, de clausura.  A esa  humanidad envejecida por el peso de su sentido histórico sólo   le queda una tarea de viejos: mirar hacia atrás, entretenerse en la contemplación pasiva y sumisa de los hechos pasados, ya es tarde para toda  creación nueva, sólo resta glorificar los hechos. Aparece un nuevo tipo de idolatría, la idolatría del poder como poder en sí, es el poder del acontecimiento que en tanto  considerado como la consumación de la idea impone su lógica y obliga a la aprobación mecánica y ciega de todo acontecer. Es la actitud del hombre de ciencia que lo comprende todo pero por lo mismo no ama nada ni se enoja por nada, ha perdido la facultad de asombro y de indignación, la lógica de los hechos, la ideología del éxito le hace tener una mirada comprensiva hasta para con la injusticia y así se convierte en abogado del diablo y la historia deviene una especie de compendio de la inmoralidad efectiva, la inmoralidad sancionada por los hechos consumados.  Y sin embargo dice Nietzsche  el hecho, ese ídolo de los doctos,  es siempre estúpido, se parece más a una vaca que a un dios y el hombre sólo es virtuoso cuando se revela al ciego poder del “así es” de los hechos a favor del “así debe ser” de la moral. (UB II. 8)

 

Este peligroso sentido histórico de tono hegeliano comete también el error de transformar la historia de los hombres en historia natural, el hombre no sería más que la continuación mejorada y avanzada de la historia de los animales y las plantas, es más,  anida en sí la convicción de que su saber corona el proceso universal y le susurra a la naturaleza que en su entorno se despliega, “nosotros somos el final, la culminación, tu más alta realización“. Sin embargo nada más engañoso que esa presunción pues basta con mirar la distancia infinita entre la vastedad de su instrucción y la mezquindad de su poder. 

 

Ante este desencanto de la historia natural y el narcótico del devenir, Nietzsche opondrá una profesión de fe, por el momento no importa que es o que llegará a ser la Humanidad o para qué sirve el mundo;  pero al individuo le dirá: es preciso imponerse una gran misión no importa que tras ella se perezca pues “No hay mejor fin en la vida que estrellarse contra el muro de lo sublime y de lo imposible”.  (UB II.7) Lo sublime y  lo imposible liga con la vida que nunca se acomoda con la idea de devenir, ese poco  a poco, ese  desarrollo procesual de siempre la misma cosa. Y sin embargo Nietzsche no rechaza por falsas esas doctrinas del devenir, de la sucesión ininterrumpida de todos los tipos, de todas las especies, de todas las concepciones, de la no diferencia  entre el animal y el hombre, él sabe que son verdaderas sólo que también son mortales y no tanto importa la verdad como aquello que abone la tierra para que algo florezca. Por tanto no instruir  al pueblo  con estas ponzoñas pues de lo contrario pronto no tendremos pueblo sino una masa amorfa, una vida disecada convertida “en un sistema de mezquindades y egoísmos individuales, una agrupación  para la explotación de los que no pertenecen a la agrupación, en suma  todas esas formaciones al servicio de un  utilitarismo vulgar”.(UB II.9)

 

Pero regresemos al tema de la cultura, la cultura alemana de Nietzsche o nuestra cultura moderna. Ella no es más que la ciencia de la cultura, falsa y artificial,  porque como decíamos no pudo resolver la contradicción entre vida y ciencia. La cultura florece siempre en el terreno de la vida como respuesta a los anhelos vitales pero esta cultura sostenida por la ciencia estudia la vida desde afuera de la vida, es como un estómago atosigado que nunca siente hambre o sed, incapaz de ningún acto de creación porque ya tiene bastante con las cosas del pasado, no tiene necesidad de experimentar porque le basta con las experiencias ajenas, en el fondo no necesita la vida porque está harta de ciencia. ¿Y qué le enseña a sus jóvenes, esta ciencia de senectud?  Allí donde los jóvenes deberían ser arrojados a la vida son en cambio ahogados por el polvo de las bibliotecas; allí donde deberían entrar en diálogo con la naturaleza son conducidos como corderos a los museos todo conocimiento se hace indirecto, toda experiencia mediada por el conocimiento, la educación deviene información, acopio de anticuario, imitación, artificio y los jóvenes se hacen viejos sin haber pasado por la vida. Al lema de la modernidad grabado en el pórtico de esta cultura histórica Cogito ergo sum, Nietzsche propondrá sustituirlo por su inverso Vivo ergo cogito. Aprehendamos primero la vida que la cultura vendrá como consecuencia y como obra de nuestra propia juventud. (UB II:1)

 

Y Nietzsche nos brinda los antídotos para salir de esta cultura histórica. En primer lugar lo antihistórico que no es más que el arte de olvidar, el olvidar sano y vigoroso consistente en dejar de acunarse con los cantos del pasado y encerrarse en cambio en un horizonte limitado  Es cierto que hay que acercarse a la cultura griega pero no con la lupa del científico que diseca y esteriliza  sino a través de la simpatía, ese sentir con, que solo puede permitirnos una apropiación  original y productiva. En segundo lugar  lo suprahistórico: lo que desvía la mirada del devenir y lo lanza hacia lo que da a la existencia un carácter de eternidad e identidad.

 

En este punto adviene una asombrosa cercanía al pensamiento de Kierkegaard; lo que en Nietzsche aparece como oposición entre dialéctica y cultura trágica corresponde en Kierkegaard a una tenaz y sostenida obsesión, el combate contra Hegel; aquí será también dialéctica contra existencia, en uno y otro caso el tema de la vida. Para ambos las argucias de la dialéctica terminan confundiéndolo todo, operan como nubes enredadoras que no saben ni bendecir ni maldecir y todo lo cubren con una pátina que oscurece y enturbia todas las costumbres y todas las creencias. Así como Nietzsche denuncia la idolatría de los hechos Kierkegaard llamará la atención sobre el hecho de que el filósofo dialéctico acotado al  mundo de la necesidad, sólo se interesa por el acto exterior que ve incorporado a la historia y modificado por ella, de donde se deriva  el espíritu conciliador con que mira a esa historia y a sus héroes. Para ambos la dialéctica sólo sale al atardecer pero no como el búho de Minerva para levantar vuelo sino para deslizarse cavilosamente sobre su presa y enredarla en las argucias de la mediación. Frente a ella, ambos, de pie se proyectan al porvenir, en lugar del encantamiento  con  las proezas del pasado prefieren la exaltación del instante donde la ruptura del devenir y  la cadena de las causas hace un lugar a la eternidad. Nietzsche sabe y advierte que quien quiera proyectarse al devenir no debe cargar con los signos del pasado,  es preciso olvidar y trabajar por el porvenir. La frase “tener fe en la fe” más tarde pronunciada  por Zaratustra debe ser interpretada en el sentido de este estar abierto a todas las posibilidades porque las ocasiones son infinitas y la eternidad es dable en cada instante.

 

A su lado Kierkegaard  preocupado por escapar al ciclo de la contradicción-negación-superación se detendrá en el instante. En el preámbulo de su Migajas filosóficas, cuyo título es ya un desafío a la moda imperante del sistema, nos dice de su renuencia a las argucias de la dialéctica, lo suyo no será más que un bosquejo que no pretende entrar en ninguna cruzada historicista donde el acontecimiento es legitimado sólo en calidad de pasaje, transición, precursor, continuador. No quiere que lo confundan con aquellos que gustan de vociferar en canto alternativo era, época, momento, cada vez que creen hallarse al comienzo de una nueva época.[1] Su consigna como la de Nietzsche será no ser ni heredero, ni epígono,  ni siquiera culminación, tan sólo ofrecer algo útil para la vida. Por eso ambos anclan en el instante único lugar donde lo imposible se hace posible. Contra la historia como espectáculo destinado a la contemplación se instalan en la vida,  allí están a la espera del relámpago o de la erupción volcánica que rompe con la continuidad y el esquema argumentativo de los tiempos e impulsa el salto hacia la  eternidad. Frente a Kierkegaard, como antes frente a Nietzsche, se hace presente Sócrates no como representante del optimismo teórico sino por su rol de maestro. A la mayéutica socrática como instrumento de la reminiscencia le opondrá la valoración del instante como lugar donde algo acontece. Porque es necesario,  dice Kierkegaard, que algo acontezca; para él  como para Nietzsche, nada puede acontecer en el tiempo, ni en el tiempo de la reminiscencia ni en el tiempo del desenvolvimiento dialéctico de lo mismo. Para que el instante tenga una importancia decisiva es necesario que el discípulo carezca de la verdad, que ocurra  un pasaje del  no ser al ser, es necesario un renacimiento, una conversión, una absoluta novedad.  Más tarde  en la III y IV Intempestiva  nos contará Nietzsche como surge el genio, como renace un pueblo, pero aquí interesa destacar otra coincidencia 

 

La importancia decisiva que Kierkegaard quiere para el instante es el mismo carácter suprahistórico del que nos habla Nietzsche,  el que da a la existencia  su carácter de identidad y eternidad. Pero la eternidad se alcanza  sólo saltando por encima  de la ética, dirá Kierkegaard, y Nietzsche a su vez, se alcanza “desviando la mirada del devenir  hacia el arte y la religión, esas fuerzas que la ciencia tiene como adversas porque sólo le interesa el   examen de las cosas”. El arte y la religión, en los confines de la moral, son  zonas de peligro,  de riesgo,  de abismo, ellas nos proveen los componentes esenciales de una cultura trágica la ilusión, el misterio, la embriaguez, ingredientes también de todo lo que vive vida propia. Si el sentido histórico hace perder el sentimiento de sorpresa y hace que el hombre presenciando el desfile de todas las cosas no se asombre de nada, si el sentido histórico desarraiga del porvenir porque destruye la atmósfera de ilusión única donde puede florecer lo que tiene  el deseo de vivir, entonces  habrá que oponerle los efectos del arte, un ideal estético que siempre conserva los instintos y puede  despertar el querer. Embriaguez, misterio, ilusión he aquí lo necesario tanto para la vida como para la cultura. Yo no me cuido de la verdad, dirá Nietzsche, porque lo importante no es la verdad sino lo que de ella nos sirva para la vida, la propia selección, la selección que pueda asegurar  esa armonía entre el hacer y el saber  y así  preservar la unidad de estilo que hace a la cultura auténtica, veraz, no decorativa,  una naturaleza mejorada sin interior ni exterior.  Para ello nos señala también el camino de retorno,  a los griegos, sí, pero no para repetir ni imitar sino para dejarse fecundar por el oráculo délfico,  el Conócete a ti mismo como camino para organizar el propio caos en la construcción de esa cultura nueva que armonice vida y pensamiento apoyada no sobre la ciencia que amontona y se alimenta de las experiencias ajenas sino sobre la sabiduría que es Experiencia propia que en tanto proviene de un peligro e inspira un desafío será acaso capaz de un acto heroico

 

En la III y la IV Intempestiva desplegará las vinculaciones entre el arte y la verdad. Ya sabemos cual es esa verdad de la que se cuida Nietzsche, no provendrá del acopio de las cosas pasadas sino de una mirada puesta en el porvenir, será el fruto de una búsqueda desde la vida de aquello que nos sirva para la vida y como tal autocreación  que  imprimirá a la cultura la marca de una unidad de estilo.  Pero estará sobretodo vinculada al peligro y  al desafío, será la obra del filósofo educador, del santo, del artista, de los héroes de esta nueva religión, de los hombres de excepción, y diremos usando una imagen kierkegaardiana, de aquellos hombres que como los frutos en los márgenes del embalaje se sacrifican para proteger a los del centro.

 

            II.  La veracidad heroica como camino hacia la generación del artista.

 

Hay dos maneras de abordar el tema de arte y verdad. Uno de ellos es enfocando en la verdad y señalando los modos en que el arte colabora, participa, amplía acaso la visión e inaugura una nueva relación con ella, una nueva manera de entenderla. El otro enfoca en el arte y se pregunta ¿Cuál es la verdad en el arte?, o que es el arte verdadero, expresión que está no pocas veces en boca del joven Nietzsche, o bien ¿Qué tipo de expresión artística puede hacernos sentir que residimos en la verdad? Pero sospecho que estas dos maneras se reúnen en Nietzsche en un territorio circular y sin límites. Acaso "verdad" deba entenderse como un encontrarse a sí mismo, acaso sea el artista que se ha encontrado y se posee más allá de las convenciones y el estilo ordinario.  Acerquemos algunas metáforas: será tal encuentro a modo de una erupción volcánica porque la verdad resulta de una revolución, de un estallido: un nuevo arte se anuncia como un relámpago, nada semejante a un  desenvolvimiento paulatino.

 

La verdad no es develamiento pacífico de lo oculto, no es resultado de un encadenamiento lógico a ritmo de continuidad y mesurada cadencia, la verdad es ruptura, acontecimiento, erupción volcánica, punto de arribo de una marcha por caminos escarpados, algo que necesita para manifestarse de escollos y peligros y frente a estos, por tanto, desafío Pero también la metáfora del volcán supone que algo se ha estado acumulando, hubo una tarea de atesoramiento, herencias del pasado que el artista, a través de esos desafíos hace suya, revitaliza y transfigura.

 

Nietzsche alude a la encrucijada de dos caminos. En uno de ellos la propia época recibe a los allegados con bienvenidas y  les prodiga sus recompensas, es cuestión de marchar en fila,  todos animados de los mismos sentimientos, la palabra de los que en este rumbo se alinean tendrá sus ecos por doquier y recogerá los aplausos. Este tropel, el más numeroso tiene el camino bien apisado, para ellos cultura no es más que un sistema de leyes y reglas que confirma el orden, un sistema de seguridad, garantizado por un mínimo mandato que se descompone en dos caras: una manda no salirse de la fila, la otra, tratar como enemigo a todos los que pisen la linea de demarcación.

 

El otro camino es el de los menos, camino de los hombres singulares, de los que miran más alto y más lejos: está lleno de obstáculos, de recovecos y de desvíos, por eso se avanza con dificultad y se corren muchos peligros. El tropel de la derecha se burlará de estos singulares, -es una burla mentirosa, porque no se inspira en la risa llana y franca sino en el miedo, temen por su seguridad apenas sostenida por la costumbre- en el mejor de los casos intentarán recuperar a los solitarios, ganarlos para sus filas, en el peor optarán por perseguirlos y expulsarlos. Pero como el iluminado de la caverna platónica, estos hombres del grupo de los pocos no cejará en su misión: preparar por una depuración continuada el nacimiento del genio y la realización de su obra; y para ello combatir contra el espíritu de la época que no deja de susurrarles al oído, "Seguidme y no vayáis con ellos", tentándoles con la fama y  condescendencia de la opinión pública. 

 

Lo que juega aquí, nos dice Nietzsche, no son las grandes dotes y cualidades de los mejores, pues muchos de ellos serán finalmente seducidos por el canto de las sirenas, sino cierta especial disposición heroica sustentada por un alto grado de comunión con el genio en quienes no pueden sufrir el espectáculo de ver al gran hombre luchar penosamente expuesto al peligro  de sucumbir por agotamiento frente el egoísmo miope del Estado y la seca y vulgar indiferencia de los doctos .

 

Podemos entonces señalar  una primera diferencia con la caverna platónica: aquí no se trata sólo de los iluminados que llegan a la zona de la verdad y luego deben regresar para atraer a los que quedaron, corriendo todos los peligros de la burla o del desprecio. Aquí los que se aventuran por el camino de lo incierto son los que han comprendido lo grandioso de su  misión:  colaborar, trabajar laboriosamente en pro del surgimiento del genio. Es importante insistir en la comparación porque aquí se trata también de educación, la antigua paideia, que  entre los griegos consistía en llevar a las almas a la llanura de la verdad a través de los arabescos de la dialéctica, se transforma ahora en una tarea de hacer lugar, hacer que la planicie se extienda,  allanar el terreno para la aparición de la verdad.  Pero esto no se resuelve con el simple juego dialéctico.  Aquí nos encontramos con otro tipo de filósofo educador, el filósofo Schopenhauer, el educador.

 

¿Quién es el hombre de Schopenhauer? Nietzsche va desgajando diferencias con el hombre de Rousseau, con el hombre de Goethe. El de Rousseau es el hombre "oprimido y medio aplastado" que ante el espectáculo horrendo de su época tocado por la desazón y la vergüenza realiza una muy sencilla operación deductiva: si ésta, la sociedad, es la simulación y lo falso, costumbres decadentes vestidas y mascaradas  con "atavíos multicolores", entonces la verdad, lo probo, la santa, es la santa naturaleza a la cual eleva himnos y loas apelando a todas sus santas manifestaciones, la luz, el aire, los bosques, las rocas.  Pero la naturaleza, diosa lejana, no le responde,  porque su voz debilitada no le llega "tan sumergida se halla por el caos de lo antinatural". Este hombre es el más fogoso y popular, ha despertado, se desprecia a si mismo,  quiere superarse y está dispuesto a los gestos  más radicales. 

 

El hombre de Goethe es la calma, una especie de sedante para esta insobornable fogosidad. Cualquiera podría confundirse porque el mismo Fausto juvenil, el de la juventud del autor, puede leerse como una fiel imagen del hombre de Rousseau quien con todo su deseo de sabia vivificante, de retroceso,  confirma y consagra el evangelio de la "buena naturaleza", y podría entonces esperarse que este tipo de disconforme produjera algún acto de espectacular rebelión, pero nada más lejos del hombre de Goethe que es más bien el contemplador insaciable  porque "detesta todo lo violento, todo lo que camina a saltos" y por lo tanto admitámoslo, detesta toda acción. No es el hombre activo, es por el contrario el contemplador de gran estilo que se nutre de todo lo que ha sido grande y memorable. Si entra en acción no se debe esperar nada bueno de ello, al menos nada parecido a una revolución, el tipo goetheano es sobretodo una fuerza  conciliadora que corre el peligro de caer en el filisteísmo así como el tipo rousseaniano  está a un paso de convertirse en anarquista. Nadie mejor que el propio Goethe para explicar este rasgo medular de su personalidad quien en  desdoblamiento de sí mismo dice a Wilhelm Meister, uno de los tantos personajes en que se enmascara y se devela, -cita Nietzsche- "Estáis descontento y malhumorado; no está mal; y aún estaría mejor que alguna vez os enfadaseis seriamente".(UB III) [2]

 

Vayamos deslindando el hombre de Rousseau, es el hombre fogoso el que según términos de Nietzsche golpea los muros con sus puños, es el descontento, el  "revoltoso insaciable", el desesperado que se desprecia a sí mismo o a su época y por lo tanto se refugia en lo otro de este sí mismo que pueda llamarse cultura, civilización, apela a la naturaleza pura, aún no avasallada, pero no es aún el hombre de accción, en este desprecio se torna meramente exclamativo, declarativo, para utilizar una expresión de Kierkegaard aplicada a personajes que algo se le asemejan, "es espumoso como el vino" , la espuma no llega a la acción, se detiene en su umbral, se esfuma. El  hombre de Goethe no es el hombre de acción pero tampoco es el hombre pasivo, es el hombre que hace de la contemplación  la quinta esencia de la acción y entonces en lugar de redentor del mundo se torna un viajero alrededor del mundo, contemplador embelesado, cuya acción si la hay se reduce entonces a una mera afirmación de lo existente, a una pura confirmación de los valores, de las tendencias de la cultura positiva, ¿cómo interpretar sino el último Fausto, el Fausto alineado en las filas de la idea de progreso y de los valores que la acompañan?. ¿Conciliador o conformista? hay entre ambos atributos un paso demasiado corto y así lo entiende Nietzsche cuando nos advierte contra el riesgo de caer en el filisteísmo.  "Francamente hablando -dice Nietzsche- es necesario que nos enfademos alguna vez para que las cosas marchen bien" (UB.III 4). Traducido al lenguaje platónico de las virtudes del alma no basta con la templanza es necesario el coraje, la virtud del guerrero si es que se quiere gobernar.

 

Para ello, el hombre de Schopenhauer ha de servirnos de inspiración, nos inocula cierta sabia energética, puede aterrar, puede repeler pero nunca nos hará caer en la tentación del sosiego y la conciliación. He aquí el hombre más dificil de definir es el que toma sobre sus hombros, voluntariamente, esa  pesada carga, el hondo sufrimiento de la verdad; y ese dolor le sirve dice Nietzshe para "matar su voluntad personal y preparar esa completa transformación, ese aniquilamento de su ser cuyo logro es el sentido verdadero de la vida" (UB III. 4). Hay en este tipo carne y sangre de sacrificio, la autoinmolación del individuo en el altar de la Humanidad, y si así no fuera al menos del alemán en aras de la cultura alemana.

 

Pero antes del sacrificio que libera y santífica, o bien como desencadenante de éste, una fuerza negativa que hace de este personaje un ser, por su malignidad, más cercano a Mefistófeles que a Fausto,  aunque sólo lo sea para los débiles que no distinguen entre negación y malignidad. Acaso se trate de lo que Nietzsche llamará nihilismo negativo como antesala del advenimiento de una radical novedad en el campo de la cultura, ese fuego ardiente que todo lo quema, tan lejano de la pobre costumbre científica  cegada por la ilusión de neutralidad, es una fuerza tempestuosa que fulmina el terreno como los cascos de Atila para que ninguna materia crezca semejante a la materia del derrumbe, semejante a todo aquello que edifica y modela los rasgos de la época: sus instituciones, costumbres, valores, Estados, influencias. El atributo  sobresaliente de este hombre de Schopenahuer, el hombre verdadero,  es la bravura, misma virtud de los guerreros de Platón, virtud del noble, del que es, ese componente irascible del alma que no concilia, que sabe enfadarse y que no ceja en su enojo, como aquellos guerreros  que debían azuzar a la manada hasta que el pastor diera la voz de "¡Quieto!" . Por eso se liga el tema de la verdad al tema de lo heroico y Nietzsche acuña la insólita expresión de veracidad heroica, sólo que aquí con Nietzsche, el heroísmo comienza en el interior del individuo como guerra contra sí mismo.

 

Para comprender el sentido profundo de esta expresión valen las citas que cita  Nietzsche: la del maestro Eckhard: "El animal que más deprisa os puede llevar a la perfección es el dolor" y la del propio Schopenhauer. "Una vida feliz es imposible. El fin supremo a que puede aspirar el hombre es una "carrera heroica" (UB III 4). Todo comienza entonces con el dolor, con la aceptación o la indiferencia hacia el dolor, arremetiendo con una fuerza inexpugnable contra todas las dificultades, y en pos de la gran victoria, hasta extinguirse en el nirvana. Carrera heroica es entonces ardua laboriosidad, no gracia divina otorgada al genio, como pretende creer el hombre mediocre para legitimar su pereza y su refugio en la "blanda cama".

 

El peor enemigo en esta carrera heroica es el eterno devenir, un muñeco embustero, un gran niño que juega con nosotros y nos induce a creer que el sentido de nuestra existencia es ser un momento en la evolución de una raza, de un Estado o de una ciencia y  por tanto a subordinarnos a su desarrollo y olvidarnos de nosotros mismos: carrera heroica será entonces dejar de ser ese juguete.

 

Aquí la lectura de Nietzsche se oscurece y debemos aguzar los oídos para que la interpretación no se vuelva caprichosa y ambigua. ya que en el discurrir del mismo parágrafo. dice cosas aparentemente contradictorias.  Dice que ese guiñol embustero que es nuestro tiempo hace que el hombre se olvide de sí mismo y  se disperse a los cuatro vientos, pero dice también que la fuerza del hombre heroico que quiere conocer de una manera diferente abismándose en el fondo sin esperanza, reside en el olvido de sí mismo.[3] ¿En que consiste entonces este diverso modo del olvido de sí con valoraciones de signo opuesto?   En el primer caso la valoración negativa de esta especie de olvido está dada porque el hombre absorto en la contemplación de lo múltiple, se expone a todas las influencias, a todas las tentaciones de  adulación  y recompensa y así se vuelve juquete de ese destino que se llama época, cae facilmente en la conciliación y se pierde a sí mismo en el devenir de la historia. En el segundo caso la valoración   positiva deriva de esa operación de limpieza  en virtud de la cual el hombre heroico comienza por su propio sacrificio, despreciando su bienestar y su malestar, sus virtudes y sus vicios   quedándose con la verdad desnuda de su existencia que pide elevarse y que tras sí sólo ve un montón de escorias.

 

 Se trata por tanto de una operación de doble faz: olvido de sí mismo en tanto se permanece siendo reservorio acrítico de lo ajeno, de esa materia sin forma acumulada en el dorso como carga pesada y perezosa. Este es el olvido a que nos somete la cultura artificial y frente al cual debemos tratar de recuperarnos en nuestra individualidad, momento en  suma del nihilismo negativo como despojamiento de lo heredado. Y, en su otra cara, olvido de sí en tanto individualidad que es  voluntad de autoaniquilamiento y deriva de ese sentimiento de insuficiencia personal que nos proyecta más allá de la persona  para honrar los fines más altos de la naturaleza.

 

Estamos aquí en el terreno de la evolución y de la especie, terreno también de la cultura, la naturaleza aparece como momento a superar, la cultura como realización de sus fines. ¿Escuchamos acaso ecos de Hegel, la voz de Nietzsche en tono hegeliano? Sin embargo  Nietzsche realiza un giro total respecto de la concepción tradicional que sustenta nuestro tipo de educación. ¿En qué momento se encuentra realizado el fin de la evolución de una especie? No se trata, nos advierte, de que se haya  realizado un número considerable de ejemplares semejantes  y estos  gocen del mayor bienestar, porque no se trata de felicidad de los más realizada en las grandes comunidades. Es preciso despojarse de todos los prejuicios y comprender que el fin último, el fin de la naturaleza, y no es otra cosa la cultura sino la realización de los fines de esta gran artista, no es sino la aparición de ciertos ejemplares superiores en los que se concentra todo aquello que es "extraordinariamente  poderoso, complicado y terrible".  Entonces la vida del individuo adquiere su verdadero sentido en tanto  se pone al servicio de la naturaleza facilitando a través de su autosacrificio la aparición de estos raros y preciosos ejemplares. Este es el paso de la naturaleza a la cultura, un modo de salir de la animalidad que nada tiene que ver con aspirar a la vida como una dicha y abandonarse al juego del devenir, se trata más bien de poseer esa disposición metafísica que nos impulsa a avanzar más allá de la animalidad, y nos hace elevarnos por encima de ese estado de somnolencia  en que discurre nuestra vida.

 

Sin embargo, para ello, no basta nuestra fuerza personal, nuestra tarea no será la del solitario, sino la de una poderosa comunidad no ligada por leyes externas sino por una idea muy intimamente sentida  que es la idea de cultura, y necesitamos para elevarnos de esas otras fuerzas superiores, a los hombres verídicos. La naturaleza, dice Nietzsche necesita para realizar sus fines, de los filósofos, los artistas y los santos.  El artista aparece, entonces, como uno de los exponentes de la verdad, él es el que, marchando siempre adelante, ilumina la naturaleza adivinando sus balbuceos y dando sentido a sus ensayos.

 

            III. El nacimiento del pueblo

 

La naturaleza para realizar sus fines, decíamos, tiene necesidad de los hombres verídicos: los filósofos, los santos, los artistas. Y sin embargo, la aparición de esos seres extraordinarios no es resultado de  un proceso de evolución  como realización paulatina o manifestación de una esencia de maduración lenta, su aparición es el resultado de una carrera heroica, facilitada por un pueblo y realizada por esos hombres verdaderos que se han emancipado de la sociedad y del Estado a través de un combate contra sí mismos. Porque, recordemos, la libertad no es un don de los dioses sino el resultado del trabajo y de la lucha, el combate contra todos los vicios y sobretodo contra la pereza más que contra la cobardía. Pero, insisto, no se trata de un proceso progresivo pues con la aparición de estos hombres verídicos la naturaleza da un salto, su movimiento no es el de revolotear sino el de volar, algo absolutamente nuevo se hace presente, revolución, absoluta novedad, esto es el arte de ese artista Wagner, sin transiciones ni signos precursores  [4]

 

Arte verdadero es por tanto algo absolutamente otro porque cultura es por sobre todo liberación, arranca la cizaña, barre los escombros, y está decididamente proyectada al porvenir. En esto es todo lo contrario de los estudios históricos, ese mortal narcótico contra todas las ideas innovadoras y revolucionarias  que nos hace reposar en la contemplación de las acciones pasadas como si el conocimiento de su grandeza pudiera asegurar la grandeza de las nuestras  Contra estos sedantes largamente tratados en la  II Intempestiva, Nietzsche nos propone verdaderos excitantes, explosiones, erupciones volcánicas, por obra y mano de filósofos o artistas.  Asoma el hilo conductor y cobra forma la unidad de las Intempestivas, la aparición del genio responde a una necesidad de la naturaleza, claro que no necesidad como ley inexorable que sólo requiere de nuestra paciencia, sino grito que clama por la realización de la propia grandeza, que es la consumación  de una cultura

 

Ya en este recorrido se van haciendo presente las distintas figuras. Nietzsche no nos habla del santo pero dedica una intempestiva al filósofo Schopenhauer y otra al artista Wagner. No se trata de dos categorías distintas de personas, sino expresiones diversas de la misma idea, la idea del genio que es también líder, conductor, inventor de la absoluta novedad y por fin redentor porque en combate contra sí mismo con un voluntad heroica que repele la blanda condescendencia, carga sobre sus hombros la pesada escoria y barre con todo el orden de las cosas, esas piedras puestas en el camino del desarrollo del individuo en tanto individuo.

 

Arte y filosofía comparten atributos comunes, estar en las antípodas de la ciencia, esa criatura bonachona, presta  siempre a la tarea apologética, siempre conciliadora que ante el fiscal de su propia mala conciencia ha hecho de la defensa de su actualidad la tarea más urgente. Sus feligreses no quieren la verdad sólo les interesa la investigación que los vuelve miopes porque los acostumbra a ver sólo lo cercano, así se hacen coleccionistas de menudencias, prolijos bibliotecarios, correctores de estilo, a lo sumo confeccionadores de index. Y llega necesariamente el tedio y como corolario su hijo el resentimiento, todos se miran con desconfianza porque se saben infecundos, por eso se sumergen más a profundidad en los libros del pasado no tanto para escuchar como piensan los otros, como dice Nietzsche, sino para construir alrededor de sí una muralla de contención cuya materia es la autoridad de los clásicos, para con ella defenderse  y para con ella oponerse y rechazar todo lo original,  todo lo que sobresalga, todos los seres de excepción, todos los Sócrates[5].

 

Arte y filosofía comparten otro enemigo común, el arte moderno, que nos ahoga en la apatía y hace de sus espectadores meros  aficionados, los dilettantes, los llamados “amigos del arte”, apoltronados en la consumisión y que al igual que sus artistas gustan disfrazarse más que vestirse y mostrarse más que buscarse para ser sí mismos. Es el juego mal barajado del interior y el exterior, del contenido y la forma, porque se ha perdido la unidad y el  disfraz sólo oculta  o quiere ocultar el vacío y la voluntad de disfraz. [6]

 

Pero vayamos a nuestro artista Wagner. Recorramos los atributos del artista verdadero. La afinidad con el filósofo está dada por su poder transformador y su actitud heroica. Wagner es más filósofo -dice Nietzsche- allí donde su actividad es más poderosa y heroica. Destaca sobretodo la diversidad y el carácter múltiple de sus dotes: dramaturgo, estético, historiador, íntérprete de los mitos, maestro del idioma, músico, domima todas las artes, las religiones, las ramas del saber pero es sin embargo todo lo contrario de un polímata, ese ser oscuro despreciado por  Heráclito que se gasta y se entretiene en coleccionar y  clasificar. Lo suyo es una voluntad sobrehumana y arrolladora que reúne todo lo disperso, lo débil e inactivo, lo que se halla extraviado. En esto Wagner es filósofo en el verdadero sentido, filósofo-poeta que construye mundo y pone en obra la verdad, no como resultado de un acto especulativo de ritmo evolutivo sino de un estallido, erupción volcánica de todas las facultades artísticas por lo cual no sabemos si debemos llamarlo poeta o músico o escultor o bien todas estas cosas reunidas bajo la palabra genio u hombre verídico, o conductor de un pueblo.

 

Porque,  no nos confundamos, no se trata de una actividad relativa exclusivamente al arte en ese sentido estrecho en que lo tiene conminado el decadente arte moderno, ese cóctel de narcóticos que adormece y desvía a los individuos de la única lucha que merece ser emprendida, la lucha contra todo lo contingente que quiere imponerse como necesidad: la ley, la costumbre, el poder de lo debilitado, la convención. Porque este hombre verídico, que es intérprete y  es conductor sabe separar la joya de la escoria, sabe hallar la unidad de lo múltiple, es un “simplificador del mundo “, dice Nietzsche, y en esta creación de lo uno y lo sagrado arrastra tras de sí al pueblo para que este pueblo se haga a su vez verdad, no masa informe sino expresión terrestre de una voluntad única.

 

         Si en la tercera intempestiva Nietzsche se ocupaba especialmente de las circunstancias que rodeaban al surgimiento del genio en la cuarta ahondará en las condiciones que hagan posible, ¿que diremos?, la constitución, la modelación del pueblo verdadero. Aquí es necesario aguzar los oídos para  no malinterpretar. Una lectura esquemática por perezosa nos llevaría a fáciles equívocos. Porque tenemos por una parte al conductor que se confunde con el amo y por otra al pueblo que se  confunde  con el siervo, rebaño de  seres anónimos de voluntad debilitada: Y sin embargo no se trata de nada similar; aquí es necesario ahondar en el carácter de esa relación, porque conductor, cochero era también Sócrates, el despertador de conciencias, quien en ningún caso puede ser sospechado de amo o demagogo, es necesario entonces ahondar en la materia de que esta relación está hecha.

 

Sorprendentemente Nietzsche nos habla de dos componentes esenciales: amor y fe. Recorramos entonces el camino del artista donde se forja la peculiarísima relación. Probablemente habría un momento en que el hombre excepcional, el genio, se sintiera muy solo en medio de todos los durmientes, los  esclavos  de la caverna, él solo contemplador de la luz, él solo hombre activo que ha desarrollado la voluntad de poder, la voluntad de crear, en medio de los innumerables  seres que a su alrededor juegan en serio a los fantasmas, y como consecuencia de la soledad habrá sentido sin duda cierto  menosprecio, una voluntad de distanciamiento y de recogerse en su orgullo, lanzar una mirada desdeñosa, en fin separarse, escindirse por pesismismo, por falta de fe.

 

          Pero desde los confines de esas alturas debe necesariamente producirse un vuelco, continúan las reminiscencias platónicas, la alegoría de la caverna, la parábola de la línea, el artista fiósofo, el filósofo poeta debe descender, como Dios se hizo hombre para vivir entre nosotros, como regresará Dionisos del exilio, como todos aquellos que tienen ansia de redención deben saber mezclarse Una nueva aspiración estremece su voluntad: abandonar las alturas para mezclarse a  lo terreno “el tierno deseo de las cosas terrrenales”, unirse a la comunidad, al pueblo y todo eso por amor, amor y fe, la apuesta a lo de aquí, a la vida pero siempre con la mira en la verdad.  Porque no se trata de que el genio se adelgace para ponerse a tono con la masa durmiente, acunada por la opinión pública y por la corriente de las cosas; él desciende como redentor para arrastrarnos al seno de la naturaleza ilimitada que es el dominio de la libertad y hacer de nosotros también algo sublime, hacernos sentir lo divino en nosotros mismos. El héroe trágico desciende para hacer que nosotros nos transformemos a su vez en héroes trágicos, despierta en nosotros el sentimiento de lo sagrado, de la pertenencia a la totalidad y del goce en una vida suprapersonal.

 

          Para ello es necesario que el genio se despoje de todo egoísmo, de todo orgullo, sólo cuando lleno de amor abraza al pueblo se produce la génesis de su arte, porque entonces y sólo entonces la naturaleza le revela sus secretos, hace visible lo invisible, y le brinda la materia que él moldeará en forma artística. Aquí es necesario hacer referencia a los medios de que se sirve el artista, el tema de la comunicabilidad. ¿Cómo es que el artista Wagner logra ser escuchado, despertar la sensibilidad de su auditorio? Porque en el caso se trata de un músico dramaturgo que construye una particular relación con su público. Nietzsche otorga especial importancia a esta relación, signo de ello es el hecho de que no sólo en esta Intempestiva consagrada al ensalzamiento del arte wagneriano se detiene en su descripción sino que lo hará también más tarde en ese total viraje en la apreciación del dramaturgo  que desarrolla en  El caso Wagner. Llama la atención que en uno y otro caso, con connotaciones positivas o negativas, haga recurso del término “efecto”. El objetivo del artista –dice- es producir un efecto incomparable, ¿sobre quién?, sobre el espectador. Pero el espectador es el pueblo mismo que cuando realmente existe es el único artista verdadero, el pueblo poeta. La pregunta entonces se transforma. ¿Cómo hacer nacer de nuevo al pueblo? Y aparece entonces el medio incomparable la música y el mito. Recordemos El nacimiento de la tragedia, toda la obra es expresión de esta idea: la música y el mito como la primera expresión en el  pueblo griego del sentimiento trágico esa certeza del irremediable dolor de la existencia y pese a todo, simultaneamente, el atractivo de la vida. 

 

Pero demos un paso atrás en la derivación de su pensamiento. La obra se modela en torno a la pregunta ¿por qué los griegos tuvieron necesidad de la tragedia? y en consecuencia también en  torno a la idea que la responde: la absoluta necesidad del arte para la vida, el arte como la tarea más alta y la auténtica actividad metafísica del hombre. ¿En contra de qué?, de la moral, sobretodo de la moral cristiana que quiere ser sólo moral y relega al arte al terreno de la mentira,  y lo rechaza,   lo condena, en el fondo le teme lo mismo que a la vida, porque esta hostilidad al arte no es otra cosa que el reverso, otra manera de manifestarse, ya sea por miedo o como refugio, de esa hostilidad a la vida, a la vida en su plenitud y al ahondar metafísicamente en su sentido, en su esencia última como dolor y como atraccción abismal, vértigo.

 

          Esta obra que Nietzsche llama una metafísica de artista es una puesta en guardia contra toda interpretación moral del sentido de la existencia, incluye la concepción de un Dios artista cuya creación no es más que una exhibición de su omnipotencia, su poder se expande más allá de toda determinación moral del bien o del mal, guíado sólo por un punto de vista estético.  La tragedia hasta Sófocles, porque sabemos  que Eurípides es justa o injustamente denostado junto con Sócrates como asesino del espíritu trágico y por haber querido imponer una justicia terrena a algo que era del orden de lo inconmensurable, no era más que la mostración o exposición de parte del dramaturgo y la observación de parte del auditorio de la parte del destino que le va al héroe; no hay justicia que esperar, sólo queda la aceptación y el decir sí a la vida.  Es el triunfo del espíritu dionisíaco que anuncia el aniquilamiento del individuo para sumirse en el seno del Uno-primordial. Pero por cierto esto no lo comprendieron más allá de los primeros griegos los exégetas de la tragedia cuyas interpretaciones han sacrificado siempre al héroe en aras de una concepción moral del mundo. [7]

 

Y aquí en la IV Intempestiva se redunda en la misma idea cuando al hablar de la felicidad nos advierte que no se la busque como un orden utópico y una mansa calma  porque el porvenir puede ser incluso peor que nuestro tiempo. No es la bondad y la justicia lo que cuenta sino la honradez para consigo mismo, el hombre del mañana será con seguridad más abierto al bien y al mal, será el hombre emancipado que no se doblega ante ningún mandato. El único pecado es el pecado contra la vida, el que comete el hombre que se pierde a sí mismo en nombre de la moralidad reinante. [8]

 

          Tenemos entonces que esta interpretación estética de la vida hace necesario el espíritu trágico y este tiene como sus medios de expresión más apropiados la música y el mito; volvemos a nuestro artista Wagner cuyo drama musical es la puesta en obra de esta verdad, la necesidad de la música y el mito. Ambos música y mito se hicieron presente entre los griegos como primera forma de expresión del sufrimiento de un pueblo. Ahora, frente al debilitamiento del lenguaje convertido en un poder independiente que nos oprime en lugar de servirnos, del lenguaje convertido en pura lógica, pura retórica, e incapaz por tanto de expresar cualquier sentimiento verdadero, el arte wagneriano comprende y hace manifiesta la necesidad de retorno a aquellos modos expresivos y en un mismo movimiento reúne música y vida, retrotrae el lenguaje a su estado primitivo cuando era pura imagen y poesía.

 

He aquí el arte wagneriano y aquí no tenemos más que cerrar los ojos y sentir su música para comprender el sentido de las palabras de Niezsche, quizá silenciar al filósofo para que hable el músico a través de su poesía. Cerrar los ojos y escuchar Tristán e Isolda, Lohengrin, El anillo de los Nibelungos del que dice Nietzsche que es un gran sistema de pensamiento pero sin su forma especulativa pues –agrega- no se dirije al hombre teórico sino al pueblo. Es precisamente a través de este arte hecho de música y mito que el artista Wagner produce la génesis de un pueblo. Su comunicabilidad sobrehumana hace su mensaje accesible a todos porque el genio no piensa a través de ideas abstractas sino  a través de imágenes sensibles o sea de manera mítica como siempre ha pensado el pueblo. . El drama musical, como antes la tragedia reúne y engarza ambos componentes en una síntesis única de incomparable inteligibilidad: por una parte el delirio dionisíaco de la música por otra el héroe trágico que como titán toma esa pesada carga sobre sus hombros y nos libra de ella. 

 

El mito, dice Nietzsche, nos protege contra la música expandiendo su libertad. La música, a su vez, confiere al mito trágico un alcance metafísico que nunca alcanzaría la imagen y la palabra. Es en virtud de la música que el espectador de la tragedia se ve invadido de un  presentimiento de dicha que pone fin a ese arduo camino de lucha  y decepción en que el hombre se halla abismado, ella es la voz secreta de las cosas que le habla sin palabras. Pero el mito, santa verdad, tampoco se basa en ideas, es la idea misma en imagen sensible, contiene una representación del mundo con incomparable grado de verdad.  Por eso las religiones sin mito son religiones pálidas que  se quieren sabias pero no alcanzan siquiera el grado de sabiduría necesario para comprender la imposibilidad de penetrar en las esencias y abrazar los inexpugnables secretos de la nautraleza, así sacrifican una existencia plena a una más que dudosa claridad.  [9]

 

Como la música, el mito no se mueve en el mundo del ethos sino del pathos, junto a la música engendra una imagen de mundo que como aquella de Heráclito es armonía engendrada a través de la lucha, realización de una voluntad única en medio de la multiplicidad, voluntad que quiere existir y y lo hace ahora en el mundo de los sonidos y de las imágenes. Existe una simbiosis, asociación muy particular entre música y mito, ambos expresando la cosa en sí, los secretos más íntimos de la naturaleza, sus contradicciones más profundas. Juntos constituyen más allá de toda representación, la manifestación pura de la voluntad, el impulso dionisiaco en sí, lenguaje universal que no se expone en conceptos ni en palabras sino como una atmósfera envolvente que nos penetra por todos los poros. La contracara de esta capacidad comunicativa de la música en el acto poético o momento de la inspiración es ilustrada por Nietzche en El Nacimiento de la Tragedia a través de una confesión de Schiller.  No es la serie coordinada de imágenes visuales que dibujaran una linea argumentativa lo que sirve de estado preparatorio o disparador energético  del acto creador sino un ritmo, música del alma que representa un temple de ánimo y pugna por devenir idea. [10]

 

          Nietzsche termina recorriendo uno a uno los dramas wagnerianos. El buque fantasma, donde el errante desesperado encuentra la liberación de su tormento en el amor de una mujer que prefiere morir a serle infiel, Taunhauser donde la mujer enamorada salva el alma del amado. Los maestros cantores, nuevamente la figura de la mujer amante junto al pueblo que acoge  con alegría al genio en lucha contra los guardianes de la convención y la rutina.  El anillo del Nibelungo donde el héroe trágico, el dios Wotan que siempre ha estado sediento de poder se da cuenta de todo el horror y la esclavitud que este engendra y por amor a Sigfrido, el hombre libre y sin miedo cuyo nacimiento ha sido el producto de la transgresión de todas las costumbres,  lleno de gozo por su propia derrota y  el triunfo de su vencedor,  se emancipa a su vez por obra una vez más del amor.

 

          Toda victoria es obra del amor, la naturaleza verdadera aspira a la transformación por medio del amor porque la naturaleza quiere al hombre libre y es el amor el que libera. Nietzsche cita a Wagner a través de sus personajes “El amor afligido me abrió los ojos” Y ahí está el poema wagneriano, el mito hecho música como una ofrenda amorosa del genio.

Y ahora interroga a tu conciencia hombre del presente. Este poema

¿ha sido compuesto para tí? ¿Sientes el valor de extender tu mano

hacia las estrellas de ese firmamento de belleza y de bondad para

exclamar: esta es nuestra vida trasportada por Wagner a los cielos? (UB IV:!!)

 

Queda a los hombres del pueblo-poeta interpretar esas imágenes del artista según sus propias vidas y como Wotan ir creciendo a medida que se borran a sí mismos en pro de una vida suprapersonal, o como nuevos Sigfridos ir creciendo por ser libres y carecer de todo temor incluido el propio aniquilamiento. Entonces habrá nacido el pueblo y Wagner no será un profeta del porvenir sino un intérprete y transfigurador de un pasado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[1]  Kierkegaard, S : Miettes philosophiques, Paris 1950.

[2] En IV Intempestiva insistirá en los rasgos propios de este tipo humano en comparación esta vez con aquel otro del artista Wagner; pero que como ya veremos es parangonable con  el hombre de Schopenhauer artista o filósofo-poeta.  “para medir la originalidad de semejante actitud, tomemos como ejemplo la imagen contrastante de Goethe que como estudiante y como  sabio,   puede compararse a  un río muy ramificado que no aporta toda su fuerza al mar sino que  en sus vueltas y meandros pierde por lo menos la mitad de lo que llevaba consigo al comienzo.,  Es verdad que una naturaleza como la de Goethe tiene  y produce más gratificación; alrededor de ella hay un ambiente de dulzura y de noble prodigalidad, mientras que el poderoso caudal de Wagner podría muy bien espantar y repeler” (UB IV. 3)

[3] Compárese los siguientes fragmentos:  “Este eterno devenir es un guiñol embustero que hace que el hombre se olvide de sí mismo, es la diversión que dispersa al individuo a todos los vientos, es la alegría sin fin que ese gran niño que llamamos nuestro tiempo juega con nosotros y ante nosotros. El heroísmo de la veracidad consiste precisamente en  que un día dejemos de ser su juguete.”  (...)     “También él  ( el hombre heroico) quiere conocerlo todo pero de otro modo que el hombre de Goethe, no en favor de una noble molicie, para probarse y divertirse con la multiplicidad de las cosas. Por el contrario, él será el primer sacrificado. El hombre heroico desprecia su bienestar y su malestar, sus virtudes y sus vicios, desdeña medir las cosas por su propia medida, no espera nada más de sí mismo, y  quiere ver las cosa desde este fondo sin esperanza. Su fuerza reside en el olvido de sí mismo; mide el espacio que le separa de su fin elevado y le parece ver detrás de él un confuso montón de escorias” (UB III, 4)

[4] “Son los hombres verídicos esos hombres que se separan del reino animal “los filósofos, los artistas y los santos”.  A su aparición y por su aparición la Naturaleza, que nunca da saltos, da su único salto. Pero se trata de un salto de alegría, pues siente que por primera vez ha llegado  su fin, es decir , allí donde comprende que debe olvidar tener  fines y que había  jugado  muy bien  al juego de la vida y del devenir. (UB III.5 )

[5]  Resulta paradójico y sorprendente que el mismo Nietzsche que en El nacimiento de la tragedia había condenado a Sócrates como asesino del espíritu de la tragedia, y representante del optimismo teórico, lo reivindique aquí como ser de excepción, como genio, como semilla que no puede germinar en el suelo árido de “la cultura” de su época. Dice Nietzsche: “Ved, pues, porque las condiciones necesarias para la creación del genio no han mejorado en estos tiempos. La repugnancia que inspiran los hombres originales, por el contrario, ha aumentado hasta el punto de que Sócrates no habría podido vivir entre nosotros, y en todo caso, no hubiera podido llegar hasta la edad de setenta años.” ( UB III , 6)

[6] Nietzsche desarrolla esta relación entre contenido y forma en la UB III cuando compara la cultura alemana a la francesa y se lamenta de que aquella en su apresurado afán de colocarse a la altura de la cultura francesa sólo copia el artificio y el adorno perdiendo en esa operación la esencia del viejo estilo alemán para no ganar sino un estilo mentiroso.

[7]Ciertamente nuestros estéticos nadan saben decirnos de este retorno a la patria primordial, de la alianza fraterna de ambas divinidades artísticas de la tragedia, ni de la excitación  tanto apolínea como dionisíaca del oyente, mientras nos fatigan de proclamar que lo auténticamente trágico es la lucha del héroe con el destino, la victoria del orden moral del mundo o una descarga de los afectos operada por la tragedia.. Esta infatigabilidad me hace pensar que no son en absoluto hombres capaces de excitación estética y al escuvhar  la tragedia, acaso se comportan unicamente como seres  morales. (GT.23)

[8] “La bondad  y la justicia sobrehumana no se extenderán como un arco iris por encima de las llanuras de este porvenir.  Hasta podría ser que esta generación venidera pareciese peor que la nuestra, pues, para el bien como para el mal será más “abierta”. Puede ser también que el alma de esta generación si se expresa una vez por acordes completos y libres, quebrante y espante nuestras almas, como si la voz de un espíritu maligno, invisible hasta enonces, se dejase oir. Escuchemos proposiciones como estas: la pasión vale más que el estoicismo y la hipocresía; ser honrado aún en el mal vale más que perderse a sí mismo por respeto a la moralidad reinante;  el hombre libre puede ser bueno o malo, pero  el hombre no emancipado es una vergüenza de la naturaleza” ( UB IV. 11)

[9] “Nada más terrible que un estamento bárbaro de esclavos que ha aprendido a considerar su existencia como una injusticia y se dispone a tomar venganza no sólo para sí  sino para las generaciones venideras. Frente a tales amenazadoras tempestades, ¿quien se atrevería?, a apelar con ánimo seguro a  nuestras empalidecidas y fatigadas religiones las cuales han degenerado en sus fundamentos hasta convertirse en  religiones doctas,  al punto que el mito, presupuesto necesario  de toda religión, carece hoy de fuerza, y hasta en este campo a conseguido imponerse ese espíritu optimista que acabamos de decir que es el gérmen moral de nuestra sociedad.”  ( G T 18)

[10] Acerca del poceso de su poetizas Schiller nos ha dado luz mediante una observación psicológica que a él le parecía inexplicable y que sin embargo, no parece dudosa,: confiesa, en efecto, que para él la condición preparatoria favorable a la creación poética no era una serie de imágenes, con unos pensamientos ordenados de manera causal sino más bien un estado de ánimo musical . “ El sentimiento carece al principio de un objeto determinado claro, éste no se forma hasta más tarde. Precede un cierto estado de ánimo musical y a éste sigue más después en mí la idea poética.”. (G T 5 )

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