Los caminos del habla

Cuestión de tierras

Ya había terminado el congreso de filosofía y comenzaban los preparativos para el regreso, cada uno a su tiempo armaba las valijas y el espacio se iba llenando de vacío. Unos ya se habían ido, otros se estaban alistando; nosotros nos quedábamos para la velada del cierre; saldríamos el sábado. En esas noches de fogón me gustaba ser de las últimas, gozar el momento de los pocos, cuando se arman las charlas del estribo, y se desbocan los chismes, cuando el vino invertido durante toda la noche comienza a dar sus frutos de “in vino veritas”, cuando ya no se puede parar el fluir intermitente de historias de demonios y aparecidos que se han ido agolpando en las bocas de los cuenteros. No importa cuantas veces las hayamos escuchado siempre dejan en la piel esa sensación de sudor frío y noche desvelada. Y esa noche de luna llena y bosque alborotado algo pegó más allá de lo acostumbrado, todos nos recogimos en silencio y apenas nos saludamos con un incrédulo “Buenas noches”. A la mañana del sábado en las mesas de desayuno, ya todos nos saludamos con caras y humores lavados. Ya para el final, en la recolección de los platos, entre comentarios de inútil rutina, de cuándo y hacia donde salíamos, coincidimos con Fredo en que haríamos una pasada por Córdoba capital y ahí no más quedó formada la pareja de viaje. No me entusiasmaba la idea, lo tenía a Fredo, como durito…, poco maleable, no apto para compañero de viaje. Finalmente salimos después de almuerzo, a las cuatro de la tarde en la estación sacamos nuestros pasajes. Yo quería cumplir mi ritual cosa que se me dificultaba por la presencia de Fredo: era un ritual para solitarios. Sabía que Fredo no me iba a dar la charla pero de todos modos se iba a sentar a mi lado y eso se hacía problemático porque mi ritual consistía precisamente en una complicada selección del asiento con fines, acaso, inconfesables. Ya antes de arribado el ómnibus, observar los pasajeros en espera, la cuestión era elegir. Los viajeros estaban dispersos pero ya se notaba quienes viajarían en nuestro ómnibus: los tres muchachos que seguro se hacían su escapada de sábado a la noche-capital, un matrimonio de 40 y tantos con sus niñas, un señor solo con diario en la mano, una señora que se le notaba la cara de maestra, mezcla de mal humor y aires de tarea realizada, dos obreros en mamelucos, seguro de la construcción, una señora mayor que ya había hecho migas con otra bastante más joven. El ritual consistía en seleccionar mis personajes y sentarme adelante para entretener con la escucha la monotonía del viaje. La conversación de los muchachos no prometía atractivo, cosas de pendejos y en jerga de pendejos, ya los había captado preocupados por la entrada al boliche; las parejas no suelen conversar ya se han dicho todo, se limitan a administrar a los niños; los obreros, supercansados seguro se dormirían hasta la parada de sus destinos, siempre me pregunté cómo era que no se pasaban. Sólo me quedaba la señora mayor que ya había comenzado a lanzar algunos comentarios alimentados por su casual compañía, seguro sobre el retraso del ómnibus. El tema era que hacía con Fredi que no era sujeto dado a sumarse a tan extraño ritual, él tan frenadito, tan apretadito. Lo recuerdo parado en la calle enfrascado en el plano de la ciudad buscando la ubicación, de una de esa iglesias que uno no puede dejar de visitar en Córdoba, que yo -se lo había dicho -requete conocía, pero él sordo a toda sugerencia se empeñaba en encontrar por sí mismo. Lo veo todavía allí varado con el plano desplegado que nunca terminaba de mirar porque el viento se lo enroscaba y su vista cansada tampoco colaboraba. Otra cosa habría sido Gustavo, él sí que se sumaría y hasta me habría ayudado a elegir. ¡Cómo le brillaban los ojitos cuando se le proponía alguna de estos desafíos! Pero ¿qué hacerle? Era lo que había. Seguro a él ni le interesaba sentarse a mi lado, lo hacía por pura inercia, ¿en mi caso? Por cortesía no más; no me animaba a decir que prefería estar sola. Eso era lo que me daba bronca, que no queriendo ninguno de los dos no pudiéramos zafar. El primer problema era que las tales señoras estaban por orden de llegada detrás de nosotros. No era tan grave, Fredi encajaba bien en el tipo de caballeros que ceden su lugar a las damas y así lo hizo. El segundo riesgo: que se sentaran en primera fila, eso ocupó mi mente el resto de los 15 minutos de espera. Al fin el chofer abrió las puertas ellas entraron, yo me lo tomé con calma porque tenía que darles tiempo a ubicarse, Alfredo me seguía a unos cinco pasos. Por suerte se detuvieron a mitad del coche y comenzaron a manipular para ubicar los equipajes, quise colaborar y en eso estábamos con dificultad cuando se acerca Alfredo y toma las riendas del asunto, ellas ya se habían sentado y yo me apuré a hacer lo mismo. Todo estaba resuelto. Pero Fredo que se sienta a mi lado; yo todavía esperaba que no, porque el ómnibus no prometía llenarse y así ambos tendríamos más espacio para estirar el cuerpo, pero como decía, hombre sin preferencias, lo que se da, se da. Nada que ver con esas personas llenas de vueltas que pretenden, sopesar evaluar, o envolverse en complicados rituales que complican la existencia El comienzo del viaje lo pasamos en silencio, todos nos adormilamos y Fredo parecía haber tomado más profundidad. Yo estaba en ese umbral en que no se distingue bien el sueño de la vigilia. Pero en el “entre” y en combate contra los ronquidos de Fredo me esforzaba por escuchar las voces de atrás. - Ahora me estoy haciendo la clientela…, los uniformes de los niños, las camisitas, los disfraces de fin de año, y también para señoras, porque hay que ampliar…, hacer un poco de todo. - Yo cosí toda mi vida, ahora ya la vista no me da, regalé todo a mis sobrinas: máquina, agujas, retazos, ¡uh…..los retazos que tenía..! - En mi caso no puedo, hay que apechugar. Porque mi marido… - Su marido ¿qué hace? - Trabaja en la construcción, pero eso a veces hay, a veces no hay. Cuando no hay se ocupa de la casa, la nuestra, porque…, gracias a Dios que pudimos comprarnos el terrenito y nos la estamos haciendo, la casa, ladrillo por ladrillo, metiéndole cuando se puede y esperando con paciencia cuando las cosas se ponen difíciles, en la época de la vacas flacas, como decía mi mamá. Por eso que tengo que darle a la costura. - Han tenido suerte que pudieron comprar el terreno y hacerse la casita, yo no tuve esa suerte. Y no crea que me descuidé, toda una vida lo estuve buscando…, no se me dio. Pero vea que no me quejo. Al menos pude, hace unos años, comprarme una parcela en el Jardín de paz, aquí no más, a unos 100 kilómetros. Es mi consuelo, total ya mi tiempo pasó, ahora estoy tranquila, al fin tengo mi tierra aunque sea esta clase de tierra. - Yo por el momento me ocupo de la de aquí – dijo la compañera de viaje con un aire de querer apartar esos pensamientos. - Pero no se descuiden, que en cualquier momento puede llegar…, la parka no perdona y ahí sí que no hay tiempo de nada. Quiere que le cuente. Un vecino de por aquí un día la encuentra, a la parka, por el camino de la rivera que le hace un gesto raro como de amenaza y tanto se asustó que llega a su casa y decide escapar, le dice a su hermano que le preste un caballo y se va para Concordia. Más tarde el hermano se la encuentra también a la parka y con cierta timidez le pregunta ¿qué pasó con Eusebio que dice que le hiciste un gesto de amenaza? –No, no fue de amenaza, fue de asombro porque me lo tenía que encontrar esta noche en Concordia para llevármelo y estaba por cierto bastante lejos. - Ese es un cuento chino. - Cómo que cuento chino, que le cuento que le ha sucedido a un compadre de por aquí. - Que le digo que es un cuento de esos que pasan de boca en boca, no creo en esas cosas, son puras fantasías. - Quién va a tejer fantasías de cosas tan serias como las de la Parka –respondió la señora mayor con un tono de querer clausurar el diálogo..., como de alguien que no sabiendo sostener lo dicho se arrepiente de lo hablado. Fueron bajando las voces, haciéndose murmullo y me dormí, después supe que ellas también. Fredo seguía con su sueño de antes mechado de ronquidos. Desperté en la siguiente parada cuando comenzó el bullicio de los nuevos pasajeros que comenzaron a subir entre valijazos y griterío. La señora mayor ya no estaba en su asiento, sin duda ya había bajado. Permanecimos en la parada unos veinte minutos, cuando arrancamos me quedé mirando por la ventanilla sin pensar, sin ver, como un acto mecánico no intencional. Y al rato – no sé cuanto tiempo pasó- la vi, a ella, de atrás, el mismo vestido verde y saco marrón avanzando hacia el portal del Jardín de paz Los aromos, iba con paso decidido de quién conoce el camino; la seguí con la vista mientras su silueta se iba disolviendo hasta ser un punto que desapareció en el campo entre las hileras de las lápidas y las cruces.

ningún comentario hasta ahora ↓

Enviar un comentario

Su e-mail no será publicado. Los campos obligatorios están marcados con *

*