Los caminos del habla

De la mecedora a los Apeninos

De la mecedora a los Apeninos. Lucía mira al padre de humor casi ausente, que se hamaca con automatismo desganado. Piensa en la mecedora, ese objeto antiguo ¿cómo habrá llegado a la casa, qué recorridos habrá consumado? No recuerda que estuviera allá en la casa de la infancia, sería acaso un legado, u objeto rescatado de una feria, cuando alguien quiso deshacerse de esas cosas ya acopladas al pasaje de lo útil a lo molesto. Miró al padre mecerse con la vista algo perdida apenas atento a lo circundante, pensó también…, se está yendo, cuántas cosas ya no pueden interesarle. Recordó las tantas veces que en sus visitas periódicas regresó con esa desazón de lo inaprensible. No que el padre no respondiera por desconocimiento o por olvido, siempre hubo la respuesta solícita y correcta. Él gozaba aún de sus facultades intactas. Sólo que había un aire de educado y respetuoso desinterés: a papá ya no le conmovían los trajines de lo cotidiano ¿qué estrella estabas mirando…? Aquél día Lucía sintió que no había vuelta de esa mirada al infinito; ocurrieron otros encuentros acompañados de sensaciones similares, ningún indicio que contrariara su escueta conclusión; pasaron semanas. Ella estaba atareada en la producción y composición de un documental sobe la II Guerra mundial, tarea infinita de recolección de archivos, registros fotográficos y videos; en ello dejaba la vista que por la noche reponía con paños fríos y descanso. Un día de tantos cazó la foto, no de papel en sus manos, sino imagen digital bajo esa mirada nublada por el cansancio: Regimiento II de infantería, Trieste. Había algo que allí resonaba, reminiscencia de aquellas historias, fragmentarias, contadas por el padre en noches de verano cuando el calor retrasa la hora del sueño, salpicadas al azar sin un plan de trasmisión oral organizada, como refranes oportunos que buscaban ilustrar alguna sabiduría. No observó los detalles de los nombres o los rostros, sólo copio los datos de la página y cerró la computadora. Ese mismo sábado le tocaba visita. El padre la recibió con su disimulada y cortés indiferencia, pero antes de que atinara a cobijarse en el silencio de la mecedora, Lucía lo arrastró hasta el escritorio, “Sorpresa”, anunció y le mostró la página mágica. Los ojos del padre se quedaron fijos, “este soy yo”, “este es Renzo…..”, la mente anciana de fulgor intermitente se esforzaba con los nombres y apellidos, que poco a poco fueron aflorando al ritmo del vaivén que las páginas iban imprimiendo a esa loca carrera de los recuerdos. Ese día no abandonó el escritorio más que para el almuerzo que Lucía preparó con especial dedicación; él estaba excepcionalmente locuaz, aportando detalles que –hasta llego a pensar ella- podría aprovechar para su documental. Desde entonces no más la mirada perdida ni el saludo amable del que no se conmueve con nada. El la recibía con esa urgencia reprimida por la espera, le pedía instrucciones de uso para facebooks y otras vainas y lanzaba sus cataratas de relatos y asociaciones varias; cada día descubría nuevos apellidos y nuevos destinos; ahora se comunicaba con algunos sobrevivientes y conocía acerca de algunas muertes. La tarea poco a poco fue deviniendo una adicción incontenible, un día Lucía lo encuentra en tareas de equipaje, me voy a Italia, dijo me encuentro con Isabella un viejo amor. Ella miró la mecedora vacía, luego el escritorio, por último las dos valijas muy cerca de la puerta: historia en tres estadios se dijo para sí y sólo se le dibujó una sonrisa.

1 comentario hasta ahora ↓

  1. Miguel Fernandez
    Miguel Fernandez
    Jan 19, 2015

    Me identifico con el Papa de Lucia, Yo también tengo mis maletas cerca de la puerta con una gran "catarata de recuerdos".

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