Los caminos del habla

La "Otra" intrusa

 

A mí no me lo contó nadie, lo pude vivir en cada gesto, en los vaivenes de la mirada, en los humores tornadizos de la Emilia, aquella que en el cuento no tuviera nombre, la intrusa nomás -la nombra-, Y ella que estaba plena de marcas singulares; invisibles –claro- para los ojos que no ven. Emi habló aquél día volviendo del mercado por el camino de la vera del río. Nos tomábamos nuestros descansos en los bancos de la rivera. Descanso de la carga y solaz, momentos de recreo para la puesta al día recíproca de lo acontecido y de lo deseado, los hechos y los sentimientos.  Yo me expandía en mis ires y venires con el Teo, en historias innumerables sembradas de incertidumbres y vacileos. Ella más parca escuchaba atenta hasta la cadencia de cierre. Aquél día que es el primero de mi relato dijo escueta y certera “Me anda rondando uno de los Nilsen, Cristián, el mayor, creo que me voy a rejuntar, pero a mí me gusta el otro”. Pasaron varios meses en los que en el mismo banco de la rivera hilamos nuestras historias, ya luego, fue entre mate y mate que se entrelazaron su historia y la mía hasta que quedó la de ella prevaleciendo, breve y rotunda. “me junto con el Cristián -dijo- pero a mi me gusta el otro” y contenía la frase una promesa de estratega.  Aquel día comprendí que debiera haber sido mucho más escucha  y menos parlante. Poco la conocía a la Emilia pero ya se me iba manifestando como guerrera siempre en acecho, sus frases como dardos que anunciaban desafíos. Por qué me preguntaba no haber rodeado cada palabra con un halo de doble atención.

Pasaron meses, la Emilia, acompañada de su hombre, exhibía su orgullo por las fiestas o a la hora del chismorreo en la plaza del pueblo: ahora tenía macho. El otro, Eduardo, andaba como fantasma probando aquí y allá por los rincones del patio donde se armaba la milonga, y no se quedaba con ninguna. Se lo veía inquieto; como salido de su vaina: el cuerpo cercano, la mirada lejana, finalmente enlazado en la soledad de la copa. Pasaron meses, la Emilia se pavoneaba entre el orgullo desganado del mayor y el deseo nervioso del menor. Ella lo miraba con esos ojos tan ardientes… que una tarde de ausencia detrás de alguna puerta, sucedió lo que tenía que suceder.  Algún indicio debieron haber dejado porque, descontado, que Cristian sabía y perturbado por el descuido que lo había permitido permaneció ofuscado en su dejar hacer y así cayeron los tres en prácticas de triángulo que poco encajaban en sus modos más bien de rancia y conservadora tradición. Pueblo murmuraba tras los pasos de los hermanos Nilsen y ella la Emilia gozaba hasta de la malicia pueblerina. Pero el juego triádico no podía durar; Cristian no se lo podía bancar, la desesperación es tan necesaria a la vida como la duda a la especulación; entonces desesperó y tuvo que elegir. Una mañana después de los mates y preparar los caballos, le hizo juntar sus cosas a la Emilia y los tres enrumbaron para Turdera a la casa de la madama. Algunos dicen que la vendió otros que la regaló, para el caso es lo mismo, los hermanos regresaron solos, cada cual sin duda con sus pensamientos de como se la arreglarían sin la Emilia, imaginando las rondas del deseo y el recuerdo impunemente confabulados, ambos estarían maquinando la ruptura del mudo pacto. Más rápida la Emilia se apresuró a sellar su propio trato con la madame: no atendería más que a los hermanos, y para compensar les pediría fortunas. Luego a ellos les tocó  esmerarse para no coincidir en sus visitas. 

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