Los caminos del habla

Nosotras las Mujeres

¿Otra consideración intempestiva nietzscheana? 

                                    A  los aventureros, ebrios de enigma, a los que pudiendo adivinar odian el deducir, a los guerreros, a las serpientes.

            ¿Acaso yo no he escrito en todos mis libros más que sobre la vida? Ella la embaucadora, la hechicera, mi hipnotizadora, ella la sombra del caminante. No fue acaso, bajo su embrujo, que osé calumniar a la moral. ¿Amiga o enemiga? Ambas andaban sin embargo de la mano lanzándome miradas burlonas mientras yo me desangraba en el afán de enemistarlas, pero ellas eran carne de la uña, por momentos la carne urañada sangrante y doliente, por momentos una para la otra, coloreadas como saben los hombres pintar con colores brillantes sus tenebrosos cuentos de hadas.

Pero no es esta la hora de juzgar los pasos del caminante que errabundo y sin destino ha llegado, no obstante, a destino. No he de regresar cabizbajo de mi errancia matutina; no me cuidaré de la embaucadora, incorregible traidora, tú, vida,  mi amante. De qué está hecha está sociedad ilegítima del agua y del aceite sino de errores necesarios, pero, que han de perecer en manos de la gran salud que no ahorrará sin embargo desazones y enfermedad, paciencia sobretodo.  Porque ella, la vieja sabia, desprecia a los que van de prisa; los observa como se observa a la manada que marcha a ciegas encaramada en un ritmo ajeno. Ella demanda a aquellos que la veneran como preciada joya, el ocio necesario, nada de apremio con los deberes y con la acción.

            Algunos puntos de vista solamente masculinos creyeron entender, y así lo vociferaron, que yo había tomado partido por la ciencia y me había vuelto por ello ilustrado, me querían razonable, civilizado, enmarañado en las argucias de la razón. Se habló de giro, de etapas de mi pensamiento, esa manía filosófica de colocarlo todo en la marcha forzada de los momentos sucesivos, al son de trombones y timbales  No sé de qué lustre se hablaba ni de que razón. Yo no hablaba de razón sino de razones donde el plural no es una marca  soslayable. Una gran razón es el cuerpo que dice sin mediaciones ni nubes enredadoras, otra razón es la vida que dice también sin conceptos, como puro experimento de una gran salud.

Estos puntos de vista masculinos debieron preguntarse de qué ciencia, en verdad, se trataba. En mis escritos había indicios que no permitían llevar tan fácilmente agua a sus decadentes molinos.  Nótese que el rechazo de la moral hacía recurso de argumentos casi calcados de aquellos que denigraban desde la metafísica hasta la ciencia pasando por el lenguaje y la lógica.

 

Pero fue necesaria un alma femenina, mi secreta amada, por cierto no Lou, demasiado componente masculino para reparar en las líneas sutiles que bordean mi pensamiento. Aunque bien apuntaló y mantuvo en pie de guerra algunas expresiones acuñadas por mí de primerísimo orden, infidelidad heroica, columna vertebral de esto que es una gran razón, que más que pensamiento es un modo de estar parado, de decir si y no, de colgarse y descolgarse sus pro y sus contra, de probarse y calibrar todas las máscaras. Pero no seamos injustos con Lou porque acaso, haber dado en el blanco de esa expresión, es haber hincado en la carne de mi cuerpo y de mi alma; aunque lo haya hecho desde afuera, en razón de un oído atento, porque tantas veces se lo susurré al oído y porque lo tuvo escrito, pues el alma masculina necesita de la escritura, de la prueba, de la cita, de todo lo que sirve a la demostración. Acaso su lado femenino haya conectado con el eterno femenino, esa sabiduría milenaria que perfora las apariencias y destripa la blanda cama. Pero hubo otra alma femenina, mi secreta amada que perforó la máscara, hundió con la ira la reja del arado que rotura y mezcla lo alto y lo bajo, la tierra de arriba y la tierra de abajo para hacerse de una tierra húmeda, absorbente, permeable. Ella supo clavar su ojo de fuego en mi verdad, en el cómo, para descansar de mí mismo tuve que inventarme una veneración, esa cientificidad, traje que a su opinión no me sentaba bien, sólo ella pudo ver como la falsía se ponía al servicio de mi veracidad, cómo tuve que sacrificar mis dioses y hacerme una y otra vez abogado del diablo con fines de autoconservación. Ella lamió de mi cuerpo todas mis contradicciones, mis pros y mis contras, mis inversiones y supo su gusto agridulce, amargo, seco, tempestuoso..  

Pero, ay, esta guerra infinita de la vida y la moral, si será posible que la vida con su pie de caminante marche sola más allá del bien y del mal, o es que siempre habremos de colgarnos algunas virtudes y algunos vicios, el pecado siempre, extraño vocablo compuesto de “pe” y de “cado”, de todos modos siempre la caída, aunque el tal pecado adopte los tan diversos nombres, y máscaras, disfrazarse de pereza, de blanda cama. Que adviertan aquellos que vieron con razón en mis escritos demasiada pegada la moral al cristianismo que la pereza siempre fue uno de los siete pecados capitales. No se trata entonces, más que un poco más de lo mismo: siempre el trabajo y el esfuerzo en el pórtico de una moral puritana, siempre el parirás con dolor y ganarás el pan con el sudor de tu frente. Donde estaba la novedad de mi denigración de la molicie, ni siquiera una diferencia, ni siquiera una inversión. Y no es acaso esto la vida, la esencia de la vida, el sobretodo de la vida, siempre el esfuerzo, y el deber por añadidura como impulso para la acción y más la acción que la vida misma, la acción a toda costa más que la verdad. Pero que se recuerde sin embargo a quien me dirigía yo, en primer lugar y casi único lugar a los ociosos no a los apremiados por groseros deberes, por eso mal leído en Alemania.

Acaso no se trataba siempre de transvalorar, invertir los pro y los contra, no ofuscarse en cambiar el mundo sino la manera de evaluarlo, por tanto siempre evaluarlo.  Hela aquí la marca indeleble que nos ha dejado la moral,  ¿o se creerá acaso que nos libraremos de ella demonizando su versión cristiana?  He dicho y digo, que no nos libraremos de ella hasta que no terminemos con la gramática. Siempre la caída, por eso hablaba de abismo y peligro, la vida como abismo y peligro, y a su lado la moral, la Circe, con sus  cantos seductores, sus oscuros hechizos, únicos que osaron hacer del hombre un animal interesante, un animal acaso menos estúpido. Sólo la mirada de fuego mata a los ojos de hielo, sólo una amante secreta atraviesa con su rayo mi traje de moralista o inmoralista que para el caso es lo mismo, ese, mi  traje un poco lustroso de la verdad a toda costa, para denunciar sin ambages identidades no confesadas. ¿Que la vida sea la misma cosa que la moral?

Ya percibo a lo lejos, ¿cuántos? cincuenta, sesenta años hacia el futuro, cuando comience a escucharse la jerga de la autenticidad, no será acaso la misma copa con diverso vino. Porque no sabemos cambiar las formas sólo atinamos a variar los contenidos, convencidos, como estamos por enseñanza de nuestra madre ciencia que ellos encierran la flor secreta de la cosa en sí. Es cierto, ya no se hablará de ética, alguien acuñará, inspirado precisamemte en mi propia filosofía,  la interesante expresión de estéticas de la existencia, acaso una vuelta a los griegos, un regreso a esa unidad indisoluble del bien, la belleza y la verdad. No es acaso la misma cosa ayer como hoy lo estéticamente bueno y lo éticamente bello. Pero, nunca osaremos desembarazarnos de la gramática de esa manera que tenemos desde los siglos hacia los siglos, de separar y de oponer, de crear identidades y diferencias, de ponernos de acuerdo en lo que es verdad y lo que es mentira, no es esa acaso la operación secreta de toda moral y de la vida misma con sus estrategias y sus colores interesantes. ¿Qué la vida sea la misma cosa que la moral?

Pero yo siempre he apostado a la vida con todos sus errores que he llamado necesarios; yo he apostado siempre al conocimiento que sin embargo no se confunde con los turbios enredos y argucias de la razón, sino con la vida como experimento, experimento que puede algún día acertar a estrellarse con el muro de lo sublime y de lo imposible.  ¿Qué la vida necesita ilusión y mito? Lo he sostenido en una bandeja de silencio durante toda mi vida. Que no se confundan esos espíritus ilustrados que tratan de llevar agua a sus sedientos molinos, aquellos que gustan de utilizarme como conejillo de indias para diseccionarme en la escala de sus propias virtudes. Que cada cual guarde sus propias virtudes, mejor muchas virtudes que una sola, igual que con los dioses. Que callen también los libre-pensadores, esos fantasmas que yo mismo me inventé para mi solaz, una pura ficción, no os confundáis acerca de su existencia, una pura ficción, digo, una quimera que me inventé para utilizar como camaradas silenciosos, acaso como el propio eco  y conversar en las noches de insomnio, pero mandar al diablo cuando se pusieran pesados. Y sí que se ponían pesados, tan sólo en la ampulosidad de ese nombre que hablaba de libertad, que libertad puede pretender seriamente un pensador que se sabe por siempre enredado en las garras imperecederas de la gramática.

Que la vida necesita de ilusión y mito? Hasta parece una verdad de perogrullo, aun cuando no se espere del mito que nos revele la cosa en sí.

El mito no porque sea la idea misma, ni la voz secreta de las cosas que nos descubre los misterios más sagrados de la naturaleza, ni siquiera una  mejor representación de mundo, el mito simplemente con ese sentido vulgar y degradado con que hoy los espíritus ilustrados lo desprecian y lo marginan. El mito como una simple ilusión, como depositario de aquello que no es más que en la forma de la nostalgia, de aquello que no es, de una quimera, y por qué no de mi superhombre, sí de mi superhombre y de tantos otros inventos a los que tuve que recurrir, decía, con fines de supervivencia.

Y no me habléis de contradicciones que ya percibo los ojitos incisivos de los especulativos,  señores gordos del espíritu, vanamente autosatisfechos, su pliegue de sarcasmo ante esa palabra nostalgia, como si yo alguna vez en serio hubiera renegado de la nostalgia, es que no saben leer estos letristas que se asoman al pensamiento no para descubrir el pensamiento sino para separar las proposiciones y condenar sus contradicciones como quien trabaja siempre sobre un tornillo mientras deja caer de un codazo, torpes como son, la gema preciosa del pensamiento. Decía yo que mis libros eran redes para pájaros incautos y sí que eran incautos esos pajarones que por su pesantez y falta de agilidad eran incapaces de levantar vuelo.

Era preciso un alma femenina para comprender de una sola mirada esencial la eternidad de mi nostalgia, de cómo para sobreponerme de ella tuve que inventar y reinventar,  para convencer y para engañar, cuántos embadurnes, cuántas máscaras y disfraces, y en el límite, hasta mis trajes lustrosos, con ese tono algo hegeliano de las etapas y de los trombones. Esa cientificidad que me inventé en ocasión de mi Humano, por cierto, demasiado humano y de mi Aurora y que muchos años después denuncié como un embuste más de algo que ya comenzaba a percibir como un panfleto ilustrado. Que el dios muerto me guarde de esa mirada decadente que en lugar de la subversión predica la mesura y la filología.

         Y cuando hablábamos de ciencia, ¿de qué ciencia hablábamos? Decía yo que los señores  no se apresuraran a recoger agua para sus decadentes molinos. No faltan, ni aún en esos, mis panfletos ilustrados, que tanto hinchan el orgullo de los señores, fuertes críticas a esa fe dogmática en el lenguaje, en la ciencia, en la lógica y aún en las matemáticas; con ese mundito al lado del otro que se inventaron y en el cual creen como refugio para su molicie, para no sucumbir, para no estrellarse en el muro de lo imposible. Y es más, ¿no denuncié acaso esa confianza en la razón como el más claro prototipo de fenómeno moral? Una y otra en connivencia, allí precisamente en su versión kantiana, pues fue para dejarle espacio a su imperio moral que  Kant tuvo que añadir a su  mundo no demostrable, un “más allá” lógico. Fue en razón de su pesimismo frente a la naturaleza y a la historia, que creyó en la razón y en la moral como instrumentos de corrección. No faltan tampoco fuertes críticas a esa fe incorruptible en los nombres y en los conceptos, como si se tratara de aeternas veritas sobre las que se sostiene su conocimiento de mundo.

¿Y cuando hablaba de ciencia natural? Por cierto que no me interesaba estudiar el cerebro de la sanguijuela, ni las propiedades locomotoras de las patas traseras del escorpión. Ciencia natural era para mí por sobretodo un estilo, no una ciencia sino un estilo, una manera de estarse parado  y observar, ¿Observar qué? Lo humano, siempre lo humano, lo demasiado humano; nada de lo que es humano debería de  sernos ajeno. En verdad un ojo psicológico, incisivo y mordaz capaz de atravesar todas las máscaras y  desnudar el proceso por el cual lo humano ha devenido lo que es, cómo se ha construido en un proceso de maduración y transfiguraciones, cómo una cosa proviene de su contrario, cómo lo bueno procede de lo que en un estado de novedad aparecía como el mal radical; cómo el mal radical deriva hacia lo bueno cuando aparece domesticado por el paso de los años y la autoridad de la tradición. Todo esto, que como se ve, no es una ciencia sino un estilo de mantenerse de pie y educar la mirada y tener el sombrero, es lo que yo llamaba un poco para estar al tono de mi época, ciencia natural. Y sí, señores, soy un hijo de mi época y por tanto un poco darwinista, un poco pragmático, cierta cuota de ilustración en el sentido más clásico de la palabra y hasta fuerte dosis de hegelianismo, pero no me confundo con ninguno de ellos, el tema es qué se hace con esos materiales, cómo a partir de ello se crea un estilo como combinatoria singular y única, química de la personalidad, le diría yo, una vez más para estar a tono con mi época.    

Y pueden sumarse argumentos a favor de esta tesis del estilo, por entonces yo solía usar como términos equivalentes, digamos, sinónimos, expresiones como ciencia natural y filosofía histórica. Ambas compartirían la escasa virtud de una consideración de las cosas desde el punto de vista de su devenir; ambas desembocarían en el triunfo de una historia de la génesis del pensamiento, no para consagrar la creencia en la adecuación entre la cosa y el concepto, sino para desenmascarar el proceso de sedimentación del sentido. Que todo no es más que metáfora, que hemos olvidado que son metáforas, y como tales nos dominan al tiempo que nos acunan y nos cobijan.

La ciencia, entonces, o la filosofía, cada una con su apellido, ciencia natural o filosofía histórica, para reconocer que el mundo no es más que esa acumulación de errores y fantasías que no me he cansado de roturar con la reja del arado, pero en las cuales, sin embargo, y esto tampoco lo he dejado de reconocer, estriba el valor de la humanidad.

Y luego el tema de la diferencia. Que no se me diga que yo apostaba a la ciencia, ni siquiera en esos escritos que hoy tiendo a considerar como otros tantos errores necesarios, para el caso, de mi propia vida. Porque allí mismo señalaba acertadamente la diferencia cuando decía que el espíritu de la ciencia es poderoso sólo en la parte, porque anda la ciencia siempre muy pegada a los hechos, muy al ras del suelo, mientras la filosofía, ¡ah!, la filosofía, ella se proyecta a la distancia, quiere abarcarlo todo, se pregunta el para qué y por sobretodo quiere levantar vuelo.  He ahí la clave, la mirada lejana, a distancia, mirada femenina que no se cuida de los hechos brutos, esas vacas rumiantes que ni después de deglutir osan levantar los ojos para ensanchar el horizonte.

            Mirada femenina, mirada lejana, por eso ella, mi amante secreta pudo sobrevolar mi pensamiento, jugar el juego de la profundidad y la superficie y  salvaguardar por fin, en un mismo movimiento de péndulo, mi verdad y mi mentira. Salvar también mis contradicciones, ¿por qué no?, pues que me gusta colgarme mis pro y mis contra y probarme todas las pieles. Sólo ella podía comprender esta infidelidad de mí mismo como la más alta expresión de mi fidelidad a la vida. Porque la serpiente que no puede mudar sus pieles, digo, no merece la vida, porque los espíritus que no pueden traicionarse a sí mismos perecen como espíritus. Porque no es acaso el mayor encanto de la vida el estar cubierto de un velo, un velo de bellas posibilidades que nos da ese aspecto prometedor, insinuante, púdico, irónico, enternecedor, seductor. Sí, la vida, es mujer, la verdad es mujer. Y decía yo en alguna de mis tantas pieles: “Suponiendo que la verdad sea una mujer....¿no está justificada la sospecha de que los filósofos en tanto han sido dogmáticos han entendido poco de mujeres?”  ( Mas allá del bien y del mal) A lo que ahora agrego: suponiendo que mi verdad sea mujer, no se entiende por tanto que sea por siempre inaccesible a la necedad de los dogmáticos, por siempre distante, velada, simulacro, máscara, infidelidad de mí mismo para la preservación mi mismo. ¿Dónde quedo yo colocado en aquella fábula de un error?   No por cierto en el momento de la mañana ni del mañana, sino mucho más acá, cuando la idea se hace  lejana, inaccesible,  tenebrosa, pesimista, mujer. Allí en ese  oeste donde se esconde el “Sol -Platón, soy la verdad”, cuando el sabio viste las ropas de filósofo y caminante, y anda siempre en pos, a distancia de la verdad. Allí donde la idea se hace guiño, que como el dios no dice ni niega, sólo indica; promesa infinitamente velada, que más que de luz, se nutre de embriaguez. Y si como dijera en alguna oportunidad, la mujer no entiende nada de ciencia, no será ello suficiente razón para que sólo una mujer haya podido sobrevolarme entreteniéndose no con la solución del enigma  sino con el enigma de la solución, vacilante por siempre en el filo del abismo.

Que no se me  mire de cerca porque me aterran los ojos miopes, tienen el poder de pulverizar el espíritu, polvo sobre polvo, producen un efecto de desintegración que borra toda figura y disuelve el pensamiento en la prolijidad hueca de las proposiciones. Decía yo que no son los padres los que pueden juzgar de los hijos, porque la cercanía los enceguece.  ¿Y de los viajeros....? Ellos, sólo cuando acaban de pisar tierra extraña, pueden captar con cierta verdad lo distintivo de un pueblo, luego la lluvia del tiempo va cubriendo todas las cosas con una pátina de semejanza que poco a poco va borrando toda peculiaridad.

Yo diré como quiero que se me lea, he dicho ya quien es el lector perfecto. Debe tener algo de aventurero, fuerte y duro, algo de navegante, de pájaro, de mujer. Ha de ser ágil y con buena disposición  para aprender a bailar y acompañarme en mis giros y en mis piruetas, saltar por encima de mis contradicciones, y cuando sea necesario ser lo suficientemente liviano para  echarse a volar.

Que no se me inmovilice ha sido mi anhelo sostenido, pues son siempre tortuosos y oscuros los caminos del pensador. Pues ha de entenderse mi pensamiento como un río con todos sus meandros, con todos sus rodeos, alimentado de todos sus afluentes; torrente que se lanza como cascada, se esconde en los infinitos recovecos de las grutas y se apacigua en los huecos remansos de las rocas. Mi pensamiento, como la vida, en esa imagen de la cascada, flujo ininterrumpido de  infinitas transfiguraciones.

Astuto ha de ser mi lector para no dejarse embaucar con mis lazos y redes para incautos, pero capaz también de embriagarse con el enigma y las luces vacilantes y allí donde es posible el adivinar, odiar el deducir. Lectora ha de ser, por fin, mujer, abierta por siempre a la seducción del enigma, profunda de tan superficial, verdadera de tanto simulacro. 

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