Los caminos del habla

De ironías y silencios

Para bajar el libroDe ironias y silencios haga click aqui

A modo de prólogo 

El “a modo de” ya va trasluciendo una incerteza: el no saber qué es un prólogo. Pienso en la tragedia griega, en Eurípides. Es posible suponer que el autor resumiera allí aquello que perteneciendo al mito fuera tan sólo antecedente de la trama. Hoy no se espera sin embargo que alguien atareado en el quehacer de un libro comience con el prólogo. Prólogo es más bien ese algo que llega siempre después, tratando de decir lo dicho, tratando de explicar hacia dónde se caminó, casi una mirada autorretrospectiva, por lo que la palabra invierte su sentido. Prólogo es, pues, lo que decimos después y ponemos adelante.

Cuando cierta vez leí que Benjamin tenía el propósito de escribir un libro de puras citas, primero pensé: qué aburrido. Pero la idea me quedó rebotando; y con el tiempo comenzó a parecerme fascinante y la hice mía, pero se me hacía una ardua tarea, y entonces me dije: qué importa realizarla si para Benjamin fue tan sólo un proyecto.

Y frente a las dificultades del prólogo, entre otras cosas que fui descartando, mientras pensaba en su esencia, en la manera de evitar que imperceptiblemente se fuera transformando en una conclusión, pensé: lo que quiero exponer aquí son las ideas disparadoras, las que concibo como torpedos, algo que lleva mucha fuerza.

Pasó el tiempo, me detuve, hubo un retroceso, algo no iba, el texto se embadurnaba de reiteraciones. Entonces sumé ambas ideas: el prólogo será una colección de las citas que habrían cumplido ese rol de torpedos; era como un comienzo, serían pocas elegidas al azar de las asociaciones. El juego tiene sus reglas, nada de buscar que cada cita corresponda a un ensayo y se expongan por orden, todo debe disponerse según su darse fortuito, en la anarquía de su espontaneidad; no pensar demasiado, que todo fluya a su manera. Preferentemente no buscar en los libros, citar de memoria, aunque la memoria falle, los errores también tienen algo que decir.

Hay una que es como una madre fuerte y pródiga:

“El todo es lo no verdadero”, Adorno.

Y yo me digo que querer apresarlo es reiterar las injusticias que la filosofía desde su nacimiento ha hecho a las parcialidades, por eso estos textos se quieren fragmentarios, tomar esta frase por las astas supone un compromiso irrevocable con el fragmento. No es posible fidelidad alguna con un pensamiento cuando se pretende apresarlo en su totalidad, ello equivale a inmovilizarlo, impedirle ser otro. ¿Qué busca un buen pensador? La contradicción, que es el lugar de su libertad. Todos los pequeños ensayos que componen este libro se nutren de esta idea. La distancia entre lo que antes se llamaba tratado y es hoy la moda del ensayo radica en la precariedad de este último, su falta de pretensiones que acalla las voces de la crítica; nada se puede objetar allí donde no hay programa de totalización. Pero quizá sea también excesivo el título de ensayos y si estos escritos desordenados pueden llamarse tales, no ensayan sin embargo nada, son meras impresiones volcadas en el papel, juego de luces, armonías de claroscuros, con poco afán de objetividad. Bocetos apenas, indecisos, fragmentarios, sólo manchas, personales subrayados.

 

 “Oír un ritmo y luego colocar los personajes en él”, Cesare Pavese.

 

 Esta es la frase de un literato, de alguien que escribe cuentos, novelas, poesía, y también diálogos entre dioses y otros personajes míticos. Y sin embargo la idea le va bien a la filosofía, en su historia también hay personajes. ¿Qué son, si no, Sócrates, Kierkegaard? El tema entonces no será atrapar sus pensamientos sino imitar sus tonos, el gesto, el andar. Y la filosofía entonces se codea con la pintura, y traza siluetas y ensaya contornos, o bien levanta vuelo y se hace música ocupando un ritmo que le da el marco que la define.

¿Y por qué esta prioridad del ritmo? El ritmo es el elemento líquido en que la figura va tomando forma y color como en las bandejas mágicas en que se sumerge el papel fotográfico. El ritmo es el medio, la atmósfera en que el escritor sumerge sus personajes para que comiencen a vivir, y habrá ritmos que les sienten bien y otros que los hagan cojear.

 

Dice Borges: “La poesía es el encuentro del lector con el libro (...) es algo que se siente si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado”. Y esto va también para la filosofía. Tómale el paso al pensador; si no puedes seguirlo, ser su perfecto partenaire, abandónalo, no ha escrito para ti. La historia del pensamiento está llena de bailarines, busca otra pareja.

El tema en Borges se concluye con una cita de Angelus Silesius:

“La rosa sin porqué florece porque florece.” Borges habla de la poesía que es así porque sí, le gusta a quien le tiene que gustar, todo está escrito y es vano usar los fórceps. La poesía como donación divina, libre y gratuita se brinda para quien pueda sentir que ha sido hecha para sí. Borges quiere disuadirnos de las manías filológicas, bibliográficas; la poesía hay que buscarla allí donde florece porque sí, como la rosa, no donde la quieren arrastrar los personajes que llenan las academias. Yo afirmo que otro tanto ocurre con la filosofía, presa fácil, aun más expuesta que la poesía a las garras de los expertos. ¿Que los filósofos son poetas? ¿Cabe aún alguna duda? Los creadores, digo, no los repetidores. Ellos crean un lenguaje personal, hacen circular nuevas metáforas. Y luego está la entonación, Borges coincide con Pavese, cuenta que para la Cábala hallar la pronunciación y el tono exactos para decir el nombre de Dios supone poder crear el primer hombre, como cuando Dios insufló su aliento divino a Adán. ¿Y qué nos evoca Kierkegaard cuando habla de filosofía para ser leída en voz alta, lo mismo Nietzsche, ambos deseando para su propia obra ese destino? Un tono, entonces, un ritmo, una metáfora novedosa y nos convertimos en poetas filósofos, en fin, casi divinos. Un pensador puede llenar hojas ocupándose de otros, sea Adorno sobre Kafka, pero de improviso aparece una metáfora: “el mundo de Kafka es como una tienda de objetos invendibles”, o aquella otra: “la ironía kafkiana consiste en hacerse pequeño como los hijos menores de los cuentos de hadas”, y entonces todo el resto se hace prescindible, algo se ha alumbrado, una luz más potente apaga las luces mortecinas y se hace fuerza que arrastra vínculos inesperados. ¿Quién es el poeta, quién es el filósofo? Troquemos la pregunta: ¿Dónde está el creador, el que no ceja, el que compite con el dios?

 

Debo confesar el pecado, la tentación de hacer de este prólogo algo redondo, pleno, total, la recolección ordenada de las citas más influyentes, mis más veneradas musas, pero puedo eludirla. Llegarán al azar como pájaros libres, algunos se posarán en mi jardín al ritmo que quiera imprimirle mi inconsciente.

 

“Dejad que las casualidades vengan a mí, son inocentes como los niños”, Nietzsche.

 

Esta es como un botón de rosa que lo dice todo, que nada esconde, no necesita glosa, anda bien acompañada de esta otra:

 

“Las palabras más silenciosas son las que provocan la tempestad”, Nietzsche.

“La filosofía se compone como la música, frase por frase”, Adorno.

“La verdad como constelación que representa desde afuera lo que el concepto amputa desde el interior”, Adorno.

 

 

II. Y todavía una pregunta para este “A modo de prólogo”: ¿Qué entiendo por filosofía?, o bien cómo me entiendo con eso que tengo por filosofía, por cuanto no se trata de concepto sino de una tarea que, como sea, emprendo y en segundo término me detengo a describir.

Valga lo de deseo porque dice de una búsqueda que dispensa de una definición. No me inclino por la idea deleuzeana de la filosofía como “construcción de conceptos”. Ambos términos me producen un cierto “temor y temblor”. Lo de concepto, por su compromiso con lo general cuyas sentencias son contestadas por los mil ojos de la diferencia. Lo de construcción, por un prurito profesional: no siendo ingeniera, mi ignorancia de las proporciones en la mezcla de los materiales me hace temer que los cimientos no resistan y las paredes se desmoronen.

Y ya se va viendo hacia dónde vamos, preferentemente hacia lo singular, la opinión apenas comprometida con el número y a su respecto nada de elevados edificios, apenas pinceladas que traducen meras impresiones, muy personales, voluntariamente fragmentarias. Un decidido “no” a la mirada exhaustiva, la mirada cercana, bajo la convicción de que la primera impresión es la más acertada, la que se capta de lejos con los ojos entornados. Si la objetividad no existe, sólo la mirada parcial puede acercarse a eso que por no tener otro término mejor seguimos llamando verdad. No acercarse demasido porque el prodigio se desvanece, mirar siempre de lejos, oblicuamente como el ironista, hay que saber colocarse en el ángulo preciso para no entorpecer los movimientos del objeto.

Comparto la idea nietzscheana de que todo es máscara, pero es por ello que no vale desenmascarar; me atengo a pautas apenas explícitas, que cada cual juegue su juego, no sea que al final también tengamos que sacarnos las nuestras.

La filosofía como escritura, no por ser una idealidad incon-taminada, pasado pasible de hacerse omnipotente, sino por ser versión singular de un singular y que en tanto tal se delinea como estilo que halla su música y su peculiar juego de luces y sombras. La filosofía como escritura —esto es, como invención en términos de Derrida— instaura una relación de doble vínculo con la tradición: no pretende superarla, ni desenmascararla como metafísica, pero tampoco la toma como la última palabra. Mirada de etnólogo consciente de discontinuidades y diferencias, precaución de hermeneuta que sabe que en el juego de colores de los cristales con que se mira no existe el neutro.

 

III. Y éste es un intento para darle un lugar a la filosofía, no se trata de renovarla ni de transformarla sino de darle en el presente un lugar a algo muy viejo. Lejos también de querer cambiarle el nombre, ya que hay una afinidad muy grande entre ese algo a lo que se alude y ese ancestral sentido etimológico de la palabra “amor a la sabiduría”. La ventaja de tomar la palabra en su sentido literal reside en que ésta preserva, en forma que parece no haber gastado su uso excesivo, ese rasgo primordial de no correspondencia que sella casi con necesidad todo acto de amor. Cuando dos amantes se aman, uno de ellos siempre se halla a mayor distancia que el otro de una línea de demarcación imaginaria que separara el espacio de su pasión. Por el contrario, pasiones equivalentes se neutralizan y autodestruyen. Romeo y Julieta no pueden sino perecer; si ellos no mueren, la pasión muere. Mientras vivieron, el amor se animó con la fuerza que le insufló la hostilidad de las familias y ese era el conflicto. Esa hostilidad que retardó la consumación de la unión fue la savia que alimentó la pasión, hasta que la estratagema de los simulacros pensada para eludir la prohibición terminó en tragedia. Y ese era el único desenlace posible: o los amantes mueren o es el amor lo que se desvanece.

“Filosofía”, bella palabra que guarda en su etimología la joya preciosa de su no consumación, su belleza se enciende cuando se considera a tantos filósofos que renegaron de la palabra y se disfrazaron de otra cosa —arqueólogos, sociólogos, archivistas, coleccionistas—, para desde ese otro sitio que se inventaron no hablar más que de ella como amantes despechados.

Mi deseo es “hacerle un lugarcito”, como cuando en un sillón algo estrecho las señoras se corren para darle sitio a la recién llegada. Espero que la expresión no sea irreverente para una herencia que durante siglos fue objeto sólo de veneración o de rencor. Una y otra actitud fueron sin duda más respetuosas y solemnes que este trato familiar que remite más a la parte del philo que a la de la sophia en la contrastada etimología. ¿Deseo?, bien, pero ¿deseo de qué? A lo cual habría que responder: deseo de sabiduría, si no fuera porque estéticamente nos repugna el exceso de contraste y éticamente la presuntuosidad de los fines.

Valga entonces una remisión a los orígenes, al lugar donde nació nuestra filosofía, allá entre los griegos. Nació, dicen, de un fondo religioso habitado por dioses, sabios, magos, sacerdotes o intérpretes. El dios Apolo, cuyos atributos no eran, como los del dios cristiano, ni la bondad ni la justicia, gustaba de provocar a los mortales lanzándoles enigmas y adivinanzas que eran como las flechas —se dice— de ese dios “que hiere de lejos”. Los griegos, por su parte, amaban esos desafíos que los colocaba en la posición de jugar y competir con los inmortales aun a sabiendas de que en ello se jugaban la vida. Más astutos que los cristianos, supieron crear a los dioses como espejos de sí mismos con todos los defectos y pecados que gustaban cultivar. Y así como los dioses —dice el Upanishad indio— gustan del enigma, los griegos vivieron desde sus comienzos marcados por su pasión por lo oculto.

IV. Y siempre ha de quedar un residuo.

Del enigma no se puede salir como si se tratara de un laberinto, sino a través de la metáfora, pero la metáfora no es más que la llave que abre la puerta de otra metáfora, como los jardines de Alicia. La metáfora como enigma creado por humanos compone un juego de resonancias para la cofradía de los semejantes, pero siempre permanece un residuo; brindemos por ello, ahora, en el recogimiento del silencio.

 

Enviar un comentario

Su e-mail no será publicado. Los campos obligatorios están marcados con *

*