Los caminos del habla

Sócrates, dialéctica disolvente, casi un ritual

Se trata casi de un juego con reglas preestablecidas, construidas en su mayor parte como crítica de los discursos precedentes, él se sabe otro y defiende su derecho a la diferencia. En el Lacques exige que se trate de un diálogo y no de una colección de respuestas, que se comience además precisando de qué se está hablando; en el Protágoras exige intervenciones breves que no demanden a su persona una memoria de la que carece, en El banquete su discurso sobre el amor es precedido de una crítica mordaz de la forma maniquea y aduladora del encomio de Agatón.

Puestas las condiciones comienza el diálogo desde la esfera empírica desde donde parten los interrogados —nunca es Sócrates el que comienza a hablar—, hacia el terreno de las esencias donde trata de conducirlo Sócrates en la convicción de que los hechos no prueban nada. Su objetivo es poner en evidencia el carácter contradictorio de la doxa, desconstruir las convenciones del hombre autosatisfecho que no sabe dialogar y se contenta con el sordo palabrerío de bagatelas verbales. El diálogo concluye cuando se logra desnudar al contrincante, demostrar la superficialidad de su pensamiento y abandonarlo a la vergüenza de su ignorancia. Porque tras el movimiento de destrucción nada se construye. Sócrates, que se quería heredero del arte de su madre, la comadrona, reconoce su incapacidad de procrear. “Ya que también soy estéril... de sapiencia y el reproche que ya tantos me han hecho, que interrogo a los otros pero que nunca manifiesto mi pensamiento acerca de ninguna cuestión, ignorante como soy, es un acertado reproche.”8

Sócrates no afirma nada, no llega a la idea, la dialéctica se agota en esta pura forma dialogal siempre presta a recomenzar con tal de no quedar fijada a ningún preconcepto. Aquí la figura del ironista evoca la del mago, el que siempre esconde la cosa en la otra mano, el que siempre desaparece para aparecer por otro lado.

 Sin duda Platón es un gran poeta, porque los diálogos socráticos recreados por su pluma producen en el lector la misma sensación de mareo y confusión que Sócrates producía en sus interlocutores. Repetición, eterno retorno, la figura del arabesco, las líneas que regresan. Sabemos que a Sócrates le gustaba confundir a sus discípulos, los mareaba, los impacientaba, y esa sensación retorna a nuestros cuerpos con la lectura de Platón. Mago, jugador incansable de malabares, si cumple una lógica no es la de la línea y el progreso sino la de la curva y el desvío. Sócrates advierte contra la impaciencia y apela al esfuerzo serio de su contrincante para empeñarse juntos en una tarea que, prometiendo llegar a la idea, desemboca no obstante en la burla de la disolución.

¿Simulacro del ironista o argucias del método? Sócrates sabe y aconseja no desesperar. Aristófanes pinta bien esta facultad del ironista poniendo en su boca el consejo: “No concentres siempre tu pensamiento en ti mismo sino suelta tu mente hacia el aire como un escarabajo al hilo de una pata”.9 El es leve y maleable como el aire, por eso es más forma que contenido, más música que palabra. Su mente imita a las nubes en la infatigable aceptación de la mudanza. En él se desenvuelve la duda no como punto de partida al modo cartesiano, sino como ámbito en el que se puede permanecer a condición de dominar las urgencias. En ese terreno puede crecer lo posible que Sócrates parece prometer sólo a quien pueda soportar la antesala de la duda. Pero lo posible no es más que el retorno infinito del arabesco que se vuelve sobre sí mismo y no llega a ningún lado, porque aceptar la duda como punto de llegada es resignar la verdad.

El ironista descree de la objetividad y del progreso. Si la dialéctica analítica separa para luego unir, y la dialéctica hegeliana pone y contrapone para superar, la dialéctica del ironista se agota en la yuxtaposición o desenvolvimiento de todas las posibilidades para no quedarse con ninguna, no cumple ni promete ninguna conciliación porque no es su fin salvar nuestra familiaridad con las cosas sino desestabilizar, devolver a las conciencias su elasticidad originaria. Si Sócrates prefiere los jóvenes no es por su inclinación pederasta sino porque sus almas son terreno más dócil, menos anquilosado para desbrozar. Si rehúsa abocarse a la tarea del sistema, si frente a la posibilidad de reencontrarse con lo objetivo prefiere encaminarse por el desvío o recomenzar de cero, no es por mero juego de ironista que guste permanecer en los niveles de la superficialidad. La ironía no es más que la emergencia visible de una experiencia trágica: la experiencia de lo infinito, de lo inconmensurable, de algo que es del orden de lo inefable.

Ese es el saber de Sócrates, el que el oráculo de Delfos por boca de la Pitia le reconoce, el saber que no se sabe como única certeza, el motivo también de que Sócrates haya resignado el conocimiento de la naturaleza para volcarse al conocimiento de sí mismo, único terreno donde es posible colocar algunas piedras fundantes. Es su experiencia de ese algo irreductible, inconmensurable, lo que lo lleva a una posición negativa respecto de la posibilidad de escrutar los secretos de la naturaleza.

La versión completa puede hallarse en  ese mismo blog en la categoría filosofía, bajo el título ¨La ironía socrática¨, extraído de mi libro De ironías y silencios

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