Los caminos del habla

Dos afluentes en colisión. Goethe y Schiller en el debate entre clásicos y románticos

La época La relación entre Goethe y Schiller jalonada por una amistad y a la vez una tensión puede servir de paradigma para discurrir sobre lo clásico y lo romántico. La importancia de estas figuras se manifiesta en el hecho de que ambos son considerados los creadores del idioma alemán, se dice que ambos contribuyeron a sacarlo de la barbarie, a modelarlo, a adecentarlo, a transformarlo en un idioma capaz de expresar alguna idea elevada. Porque era el alemán en la época barroca un idioma vulgar e informe, tanto que Federico 11, el Grande, el gobernante ilustrado, decía de sí mismo que hablaba el alemán "como un cochero". Pero esto no es más que un aspecto del significado histórico de estos dos grandes, cuya importancia en tanto figuras paradigmáticas no se explica sino en el marco de la época. Comencemos con la época, el escenario en que crecieron: segunda mitad del siglo XVIII. En los años 70 se inicia en Inglaterra la Revolución Industrial, en Francia son las vísperas de la Revolución Francesa, último eslabón para la consolidación del Estado moderno y la legitimación política de una nueva clase; Goethe será un representante típico de la burguesía naciente. Otra es la realidad de Alemania devastada por la Guerra de los Treinta años que en el pasado siglo había sellado con sangre las diferencias religiosas y ahondado la división política. Imposible pensar en una unidad, en la constitución de un Estado-nación. A diferencia de los franceses y los ingleses que se definieron como nación a través de la acción de sus gobernantes, los alemanes, como los italianos, constituyeron una comunidad cultural antes de iniciar el camino hacia la unidad política. La empresa en ambas direcciones fue obra de los estados territoriales, especialmente de aquellos que entre ellos se destacaban: Austria y Prusia. En el sudeste, Austria que si bien en lo confesional se mantuvo siempre católica, y en el aspecto artístico-cultural prolongó el Barroco hasta muy avanzado el siglo XVIII, no por ello fue impermeable a los ideales de la Ilustración y constituyó desde temprano un centro de desarrollo político, militar y sobre todo cultural. La Viena aristocrática y culta se transformó también en centro de la música alemana y europea con Haydn, Mozart y Beethoven. En el nordeste Prusia, resultado de matrimonios y actos testamentarios, fue en sus inicios una creación enteramente artificial pero llegó a ser una gran potencia. Primero con Guillermo Federico, que dio forma a dos grandes instituciones que le imprimieron sus particulares rasgos, la burocracia y el ejército, y luego consolidó su poder poniendo a los nobles a su servicio. Pero sobre todo con su hijo Federico II, quien "para darse una cita con la fama", según sus propias palabras, emprendió la guerra con Austria, y así, enfrentado a la gran potencia, por su atrevimiento y cualidades de estratega, gana el apelativo de "el Grande". Y grande será no sólo por estratego sino por gobernante ilustrado. Admirador de la cultura francesa, estaba convencido de que para civilizarse Prusia debía imitar a Francia, y entonces se rodea de franceses, invita a Voltaire, se transforma en el gran mecenas que impulsará a poetas y pensadores a crear la gran cultura nacional. Lo mismo ocurre con el resto de los estados territoriales. La división política alemana que tanto obstaculizó e1 desarrollo político-económico favorece en compensación la proliferación de manifestaciones culturales. Cientos de príncipes competían entre ellos para la conformación de una cultura alemana; cada uno tenía en su corte una orquesta de cámara, un teatro, una ópera, una pinacoteca, una Universidad. El duque de Weimar es un ejemplo de esta voluntad de mecenazgo cuando invita a su corte a Herder, a Goethe, a Schiller. Este es el escenario en que va a desarrollarse la vida, la obra, la amistad entre los dos genios. Goethe nace en 1749, Schiller diez años más tarde, es época de Ilustración, época del "Sapere aude", cuando la fe en la razón llevó a consagrar1e en París la iglesia de Notre Dame. Sin embargo esta fe no avanzó sin oposición: ya Rousseau, escéptico al progreso civilizatorio, había propuesto una vuelta a la naturaleza y enarbolado los valores de espontaneidad, sentimiento y subjetividad frente a los valores iluministas de convención social, razón y principios universales. En un sentido similar Herder concebía la historia como aquel proceso por el cual, no el género humano en tanto entidad abstracta, sino los pueblos en tanto comunidades concretas, realizaban lo universal a través de sus particularidades culturales y desde esa perspectiva rescataba y valoraba todas las manifestaciones populares como canciones, lieder, cuentos, leyendas. Ellos no fueron los únicos, fueron tan sólo los primeros motores que pusieron en marcha un vasto movimiento revolucionario que en Alemania se conoció como Sturm und Drang, una versión anticipada y precursora del romanticismo. Nace este movimiento a la sombra de la Ilustración, con la fuerza de sentimientos que estuvieron durante largo tiempo latentes y como reacción a todo aquello que los tenía reprimidos. Se opone fundamentalmente al rigor lógico y al frío raciocinio y en franca oposición a las convenciones y al gregarismo tanto social como intelectual, venera al artista genial, que vuela por encima de toda norma o regla que constriña su ímpetu creador. Su gran modelo será Shakespeare. El arte, entonces, comienza a ser entendido, no como imitación, sino como inspiración, y en tanto tal no buscará modelos en la realidad exterior sino en la interioridad del yo. Aparece la "literatura del Yo”, o la "novela personal", donde, de la introspección romántica de la subjetividad se deriva que el protagonista, por lo general joven alma sensible y desdichada debido a la incomprensión de su entorno, no es más que una réplica apenas disimulada del propio autor. Éste es el caso de todos los casos dcsde La nouvelle Heloise de Rousseau, la Lucinda de Schlegel, Empédocles de Hö1derlin, Heinrich von Ofterdingen de Nova1is y tantos otros, y por qué no Los bandidos de Schiller, y sobre todo el Werther de Goethe, pero también el Prometeo y e1 Fausto, y casi todos los protagonistas de sus obras, porque él mismo califica a su obra de "fragmentos de una confesión". Rasgo característico de la literatura romántica es esta identificación del autor con sus criaturas, al punto que resulta infructuoso querer separar la concepción del mundo de los personajes supuestamente ficticios, de la que los autores exponen en sus confesiones. Esta es la atmósfera en que crecen, la que atraviesa la juventud de Goethe y Schiller. El movimiento Sturm und Dranq, irrumpe en 1770, cuando Goethe tiene 21 años y Schiller 11, todas sus obras de juventud serán expresión de este signo de época. El joven Goethe, bajo la influencia de Rousseau y Herder, su maestro, declara la guerra a la Ilustración y abraza los ideales que más tarde serán los ideales románticos: originalidad, genialidad, imaginación, sentimiento y fuerza vital. Convencido de que sólo la destrucción de las formas consagradas podía liberar la voluntad para una vida plena, se propone revolucionar las artes y la vida entera. Todas las obras de este período tienen como protagonistas grandes personalidades: el héroe, el profeta, el genio creador, el rebelde, el titán, César, Mahoma, Prometeo, Fausto. Buscaba en las grandes figuras históricas o legendarias la revelación de los secretos de la existencia humana; el hombre prometeico, el rebelde, era para él el ideal de hombre. El joven Schiller, bajo las mismas influencias escribe por entonces Los Bandidos, donde todo el ímpetu del Sturm und Dranq halla forma en un drama de inspiración rousseauniana. La libertad de los bosques es el símbolo poético de ese ideal de destrucción de toda traba social y realización del estado de naturaleza en medio de la civilización. Los itinerarios Recorramos primeros sus vidas hasta el momento del encuentro. Goethe nace en Francfort en 1749 en una familia típicamente burguesa ascendida socialmente a través de matrimonios con familias de mayor rango y cultura. Goethe mismo elige en un principio una carrera típicamente burguesa. Graduado en Derecho, se traslada a Leipzig, una París en miniatura donde recibe las primeras influencias del rococó. Más tarde, el encuentro con Herder marca una etapa decisiva. Rechaza el rococó y el neoclasicismo y bajo la influencia del que será por entonces su maestro, se vuelca en busca de inspiración hacia la poesía popular, la historia, el arte alemán del medioevo, Homero y Shakespeare. Goethe, por entonces marcha con la época; en 1773 aparece su drama Götz von Berlichingen, que el espíritu revolucionario del Sturm und Drang, aclamará como obra genial. Allí se contienen todos los ingredientes del movimiento: la imitación consciente de Shakespeare, el buceo en busca de motivos en la historia patria, un héroe alemán hasta la médula, el tema de la libertad política, una ética del valor y la justicia, pero también otro tema típicamente romántico y goetheano, el amor y la huida de la amada. En la obra se manifiesta en forma paradigmática la división de clases: la ciudad y las cortes representan la vida política envilecida por el racionalismo burocrático, al que se opone el espíritu del Sturm und Drang encarnado en la figura del líder del campesinado en rebelión. Sin embargo, aunque por el tema y el marco histórico, la guerra campesina alemana, este drama podría expresar, como Los bandidos de Schiller, un credo revolucionario, no ocurre así porque la hazaña caballeresca de Götz es regresiva, expresión de un impulso personal que reivindica más los derechos del antiguo estamento señorial que los del campesinado. Esta es una característica redundante en Goethe, quien suele ser atraído por los temas y atmósferas revolucionarios pero termina desviándose hacia problemáticas más personales; es un rasgo que lo aleja también como veremos del espíritu schilleriano. Después del éxito del Götz… Goethe proyecta un César, un Prometeo, un Mahoma, y un primer monólogo de Fausto, todas obras inconclusas, que expresan un sentimiento desmesurado, demoníaco, de rebeldía y desafío a los dioses, encarnado en esos grandes personajes que desde su óptica debían poder develar los secretos de la existencia. En 1774 publica Las cuitas del joven Werther, uno de los éxitos literarios más grandes de todos los tiempos, novela epistolar cuyo antecedente había sido La nueva Heloísa de Rousseau. La obra tiene el doble mérito de abordar cuestiones de época y dar expresión poética a una vivencia personal. Goethe combina las desventuras amorosas de un joven literato cuyo suicidio había dado mucho que hablar, con las propias desventuras a raíz de un loco enamoramiento con Charlotte Buff, la novia de un amigo que como en tantos otros casos terminará en huida y desahogo en la expresión poética. Werther no es sólo el amante desdichado que no halla sosiego a su desesperación, sino también el burgués cuyo orgullo choca contra las barreras de clase y exige el reconocimiento de sus derechos. Los motivos personales se engarzan con los temas sociales, y así esta literatura procura a la burguesía de entonces un espejo de su propia patología. En 1775 después de otro amor frustrado Goethe aprovecha la invitación que le había hecho el duque de Weimar a su corte para instalarse en esa pequeña ciudad que gracias a su presencia se transformará en la capital de la cultura alemana. Al comienzo será sólo un compañero de correrías del duque. Pero poco a poco irá introduciéndose en la vida político-administrativa del ducado, ocupándose en todo tipo de actividades desde policía, guerra, administración de minas, hasta representaciones teatrales. Aquí comienza una importante transformación en la vida de Goethe pues la intensa actividad pública, si bien restringe su capacidad creadora, lo enriquece en otros aspectos. Desde entonces comenzará a apreciar por encima de todo, la responsabilidad en la acción como uno de los grandes móviles de la existencia humana, a la vez que en su caso personal le procurará cierta calma al desasosiego del joven stürmer. Durante esta época en Weimar comienza también su interés por las ciencias: estudia botánica, mineralogía, paleontología, anatomía, campo en que se destacó por el descubrimiento del hueso intermaxilar que vincula al hombre con los vertebrados superiores. Este acercamiento a la naturaleza responde sin embargo a una actitud más estética que científica, producto como veremos de su spinozismo filosófico. Desde la óptica de los amigos, Schiller, Herder, en cambio era caro el precio que debía pagar por esta transformación. Hay voces interrogativas, defraudadas por la complacencia con que Goethe respondía a las exigencias de su nuevo modo de vida y a los caprichos del duque. Él, el autor de Götz y el Werther, representante de la oposición burguesa, confundido ahora en las filas de la nobleza y en la vida cortesana donde incluso llegó a recibir títulos nobiliarios. En el siglo XVIII, en pleno Sturm und Drang, se esperaba del artista que fuera todo uno su vida y su evangelio, y así fue ocurriendo que cada mudanza en este nuevo rumbo, más lo iba alejando del círculo de los primeros amigos y de los primeros entusiasmos Pero finalmente debía llegar el cansancio, el nuevo escape. Goethe emprende un viaje a Italia, que si bien responde al deseo de abandonar la agotadora vida de la corte, responde también a un viejo anhelo. En el otoño de 1786 Goethe comienza una estadía de dos años por distintas ciudades de Italia: Nápoles, Ferrara, Roma, también Sicilia, que va a provocar una nueva transformación. No sólo se reanima el ritmo de la creación artística pues termina varias obras inconclusas, Egmont, Torquato Tasso e Ifigenia, sino que se produce un importante cambio estético y ético. Goethe se inclina hacia el clasicismo que, entiende él, le permitirá superar el caos del Sturm und Drang, esa tempestad y exceso sin finalidad, ese desenfreno que todo lo transforma en vaho y borrachera. En Italia concluye un movimiento de alejamiento de todo aquello que lo había embelesado en su juventud, el gótico, el paisaje y la caballería alemana, un movimiento que se incentiva en los últimos años de Weimar constituyendo una resistencia casi patológica de todo lo alemán: el clima, el paisaje, la historia, la política, y el carácter de su pueblo, esa manera a la que no pocas veces aludía, de entender la nacionalidad como aislamiento y rudeza. En Italia descubre la antigüedad clásica en su versión no romana sino griega y desde entonces buscará en estos modelos la serenidad y calma que tanto aspiraba y esto será posible porque su gusto por el arte heleno vendrá signado por la rúbrica de Winckelman, quien enseña a apreciar lo griego más en su carácter apolíneo que dionisíaco. Obras ejemplares de esta tendencia son Hermann y Dorotea y La hija natural, que no tuvieron gran éxito y con las cuales Goethe no insistió. Respondían ellas a un nuevo concepto del arte que en el marco de esta tendencia clasicista Goethe había construido a partir de su noción de lo característico. La misión del artista -decía- es descubrir más allá de las particularidades o los rasgos singulares de los individuos, lo típico en ellos, lo general, lo necesario y eterno y por tanto lo verdadero, Pero el gusto de la época era otro. Estos días en la vida de Goethe son cercanos a su encuentro con Schiller; dejemos por tanto la crónica de su vida para ocuparnos del otro personaje de la dupla.

 Schiller nace en 1759, diez años después que Goethe, en el seno de una familia modesta. Durante su juventud recibirá también la inf1uencia de autores como Rousseau, Klopstock, toda la estética del Sturm und Drang y por intermedio de ésta el gusto y la influencia de la dramaturgia shakespeareana. Todas sus primeras obras entran dentro de este concepto estético: Los bandidos, cuya representación en Mannheim en 1882 provocó un entusiasmo sin límites, El Fiesco e Intriga y amor. En todas ellas el tema de la libertad política, o en un nivel más universal, la libertad humana expresada como independencia de las convenciones sociales y las desigualdades de clase, se desarrolla en un fondo de acciones de contextura casi operística. Por entonces la vida de Schiller transcurría signada por una gran penuria económica. Después de Los bandidos se le había prohibido escribir en razón de sus ideas manifiestamente revolucionarias. Después de un tiempo en Mannheim, donde no le fue muy bien pese a sus éxitos teatrales, sintió cierto hastío de la atmósfera de esa ciudad donde el gusto del público se inclinaba por las obras de los dramaturgos costumbristas y lacrimógenos, y acepta la invitación de un admirador, Körner, a su residencia en Leipzig, donde transcurren los años más felices de su vida. El himno a la alegría de la Sinfonía coral de Beethoven fue inspirado por el ambiente de hospitalidad y amistad en que vivió durante aquellos años. En ese período escribe también su drama Don Carlos, que presenta ya cierto rechazo de la estética anterior y la búsqueda dentro de un concepto más clásico de los rasgos universales de los personajes. Con esta obra incursiona en el drama histórico, que será la tónica de casi todas sus obras posteriores. La atracción que por entonces ejercía Weimar sedujo también a Schiller, que se acerca a este centro de cultura al comienzo sin una finalidad precisa. Allí hace un alto en la producción dramática que era la senda de sus éxitos, para dedicarse a la investigación histórica y al estudio de la filosofía, buscando sustento teórico para lo que por entonces era tan sólo una convicción íntima. Por mediación de Goethe, que no tenía ningún interés de tratarlo personalmente pues lo consideraba un stürmer más, se le otorga en 1789 un cargo de profesor en la vecina ciudad de Jena. Allí conoce a Charlotte van Lengefeld con quien al poco tiempo contrae matrimonio, iniciando una etapa de calma espiritual que durará toda su corta vida hasta 1805. Por esa época se produce el viraje hacia el clasicismo, que coincide con el de Goethe y bajo las mismas influencias. Se trata de un clasicismo de tono winckelmaniano cuyas primeras manifestaciones serán traducciones de los trágicos como Ifigenia y una seria de poemas filosóficos Los dioses griegos, Los artistas. 

El encuentro. El 14 de julio de 1794, en Jena se produce el gran encuentro, fue ocasionalmente al salir de una sesión de la Sociedad de historia natural, Schiller lo llamará el encuentro de dos afluentes. Goethe iba a cumplir 45 años, era hermoso y fuerte, vivía en la corte de Weimar, con una excelente posición social, pensionado con 1.800 táleros por su amigo el duque. Schiller, bello y enfermizo, vivía en Jena con penurias económicas, 200 táleros como profesor de historia, con mala salud pero en compensación una feliz vida doméstica con esposa e hijos. Comienza en ese momento una amistad que durará toda la vida, una amistad fecunda que pondrá los cimientos para la cultura nacional de todo un siglo. Pero retrocedamos hacia la prehistoria de esta relación que no siempre fue amistad. Había habido otro encuentro en la casa de Körner, aquel amigo común, pero se repelieron y Goethe no fue disimulado, el encuentro dejó un sabor amargo. En 1789 Schiller transmite sus impresiones sobre el gran poeta a su entrañable amigo Körner: “La opinión verdaderamente grande que yo tenía de él no ha disminuido con este conocimiento directo; pero dudo que él y yo podamos nunca aproximarnos demasiado. Muchas cosas que aún tienen interés para mí, que todavía son para mí deseos y esperanzas, ya han pasado para Goethe. Me lleva tanta ventaja (menos por la edad que por su experiencia de vida y el desarrollo de su personalidad) que jamás podremos emparejarnos en el mismo camino... Sin embargo nadie puede asegurar que sea imposible. El tiempo dirá". Ya veremos cómo esta apreciación da en el meollo de la diferencia. Un año después corrobora ya en forma aparentemente definitiva: "Aborrezco a Goethe aunque lo admiro". Veremos también cómo esta frase de tono sentencioso bosqueja sintéticamente el carácter de la tensión que queremos dibujar. Por entonces y en oportunidad de la aparición del Egmont, él, el idealista censura públicamente al empírico Goethe, el haber rebajado el carácter moral del personaje histórico. Dice en un periódico "El poeta puede alterar la historia en función del interés que ha de suscitar su personaje: pero nunca para debilitarlo". Goethe, por su parte, ya lo vimos no tenía por entonces ningún interés en establecer vínculos con Schil1er: diez años de vida mundana y palaciega, acostumbrada a la burocracia y a la acción, han apagado su tormenta interior y ya no soporta el recuerdo de su propia inquietud ni los sonidos estridentes del superado Sturm und Drang. Y Schiller representa precisamente eso: diez años menor, significa para él, el entusiasmo juvenil, una nueva removida del ímpetu revolucionario que a él ya no lo conmueve. Goethe quiere descansar en los brazos de Apolo y respirar el aire de lo griego clásico en la versión de la época. Tiene Schiller razón cuando dice "me lleva tanta ventaja". Pero sin embargo el encuentro tuvo lugar y la amistad floreció dejando una copiosa correspondencia como testimonio; ella destila amor, ternura, siempre de ambos lados la expresión de deseos de encontrarse para entretenerse en largas conversaciones que ambos encuentran fecundas y enriquecedoras. De ambos lados, aspiración de grandeza, de codearse con 1o grande, y la sospecha de que el encuentro podía consumar esa aspiración: éste es el sentido de la metáfora de los ríos, pródigos afluentes que vivifican la tierra de la que surgirá la cultura alemana. Schiller se lamenta de que el encuentro no haya tenido lugar antes, pero reflexiona a continuación que acaso el azar sea más sabio que la voluntad porque los tan diversos senderos que han seguido no podían aproximarlos útilmente antes de esa hora. Es posible que tenga razón porque para el momento del encuentro ambos han abandonado sus ímpetus tempestuosos y consumado el giro hacia el clasicismo. Sin embargo hay diferencias estructurales que Schiller no ignora, son los dos grandes afluentes que aportan sus aguas y se enriquecen recíprocamente, él entiende la relación como la de dos fuerzas que se complementan, cada uno buscando en el otro lo otro de sí mismo. ¿Qué es 1o que Schiller aprecia en Goethe? «Su mirada observadora que se posa tan tranquila y serenamente sobre las cosas (y) no lo expone jamás al riesgo de perderse en las rutas desencaminadas y engañosas a que conducen la imaginación y 1a especulación arbitraria que sólo obedece a si misma" (Correspondencia). Y aprecia sobre todo "su intuición, que se apodera de forma más completa de todo lo que el análisis persigue penosamente”. Hay una tensión en Schiller que reproduce la tensión entre ambos polos de esta relación de equilibrio vacilante, ella es el meollo del pensamiento y sentir schilleriano, ella constituye los cimientos sobre los que se apoya su teoría estética. Recordemos, Schiller había interrumpido la creación poética para incursionar en la filosofía, bebe de la filosofía kantiana por la que poco antes tuviera la misma aversión que por la persona de Goethe, recordemos también que Schiller busca un sustento teórico para lo que ya es una convicción personal, la que ya se expresaba en forma poética en su poema filosófico Los artistas (…) Ha rechazado y rechaza el rigorismo de la moral kantiana, rechaza también la idea de un antagonismo necesario entre deber y necesidad que para Kant es característica de la acción moral, por eso prefiere incursionar en La crítica del juicio, obra que ya va desbrozando el camino para una conciliación entre elementos contrapuestos, el arte como lugar de la libertad, el arte como escapatoria a la necesidad de la naturaleza y al imperativo del deber. El gran tema es el viejo antagonismo que se expresa según los campos de abordaje en diversas vertientes: razón y experiencia, análisis o intuición, materia o forma, objetividad o ideal, y por que no también el debate de la época sobre naturaleza y cultura. Porque Schiller concluirá, en sus Cartas para la educación estética del hombre, obra que corona su esfuerzo filosófico sobre este tema tan debatido, tema que había ocupado a Rousseau, a Herder, a Kant: “la educación estética, el hábito que a través de ella se forma en el individuo, hace innecesaria la represión de los instintos, el hombre hace por necesidad de su naturaleza ennoblecida por la educación estética lo que la ley exige”. No es esclavo del deber sino que ha hecho de la ley moral, la ley natural de su voluntad. Este es el actuar del alma bella, ideal de educación que de alguna manera hallará encarnado en Goethe. Las Cartas tienen como motivo de trasfondo la Revolución Francesa, pero no como acontecimiento que enarbola los ideales que quiere consumar, sino por el espectáculo que deja tras sí, la barbarie y el terror. En ellas se hace alusión a la época en sus aspectos negativos, los dos extremos de la decadencia: por un lado, el de las clases populares, salvajismo; por otro, el de los sectores más acomodados, depravación de las costumbres. De esa decadencia sólo se sale –concluirá- a través del arte, sólo el arte nos eleva por encima de la necesidad y hacia la libertad, sólo la educación en el arte, la educación en la belleza, nos hace libres. Queda por ver que es la belleza: “belleza” es el resultado de la conjunción y/o tensión de dos impulsos propios del hombre: el impulso material que se atiene a lo objetivo y radica en la naturaleza sensorial del hombre, impulso que abre las aptitudes del hombre pero no las completa, y el impulso formal que tiene sus raíces en la naturaleza racional y lo impulsa a la armonización de la diversidad de los fenómenos; allí es donde se realiza la libertad. Pero ambos impulsos son igualmente necesarios, si falta el primero, la parte receptiva, el hombre nunca será lo otro, si falta el segundo, la parte activa, el hombre nunca será sí mismo; la unión de ambos impulsos se realiza en el impulso de juego que hace a la naturaleza propia del hombre: “Porque – dice Schiller – el hombre solamente juega cuando en el sentido completo de la palabra es hombre y solamente es hombre completo cuando juega”. El impulso de juego es la contemplación desinteresada que, privada de toda intención cognoscitiva o interés material fundado en las necesidades, busca la armonía en la realización de la esencia humana. Contra los ideales de la Ilustración de una moral fundada en la utilidad y de una educación entendida como conocimiento teórico, este premanifiesto romántico propone como educación estética el desarrollo pleno y la armonización de las distintas facultades. El manifiesto de estética romántica, además de ubicar a Schiller como jefe de un movimiento que abre las huellas por las que comenzarán a caminar juntas poesía y filosofía, ayuda a comprender que sentido daba su autor a aquella amistad, como entendía que recíprocamente se enriquecían esos dos ríos con todos sus afluentes, cada uno aportando lo suyo. Goethe: la espontaneidad, la intuición, la experiencia de vida, la serena contemplación de la naturaleza. Schiller: la voluntad, el elemento de reflexión, el impulso hacia lo ideal. Esta no era solo el punto de vista de Schiller. El mismo sentimiento de ser dos fuerzas que se complementaban hallamos en Goethe. “Solo en la reciprocidad –dice en carta a Schiller- hay verdadero placer y provecho y será para mí una alegría decirle extensamente cuando llegue el momento, lo fecunda que ha sido su conversación para mí, y hasta que punto esas jornadas hicieron época en mi vida”. En la misma carta dice que Schiller pone una simpatía que lo alienta para hacer de sus fuerzas un empleo más diligente y activo. En general esa ha sido la tónica de toda la correspondencia del 1794 al 97. Schiller ejerciendo siempre la función de crítico y consejero que Goethe recibía complacido. Por dicha correspondencia sabemos que el Wilhem Meister fue por sucesivas entregas leído y comentado minuciosamente por Schiller, que aconsejaba a su autor acerca de diversos aspectos y Goethe corregía paso a paso, a veces llegando al extremo de, entre tantas correcciones, perder la perspectiva sobre su propia obra y abandonar consecuentemente la idea. Será esto objeto de reproches cuando Goethe acosado por los consejos se encuentre de repente desviado de su propio cauce, pero también de reconocimiento: ya en las postrimerías de su vida medita con nostalgia por un posible que ya no es más posible, con Schiller, podía hablar sobre Fausto, ¿con quien después de él?; él conocía todas las dificultades y medios para vencerlas, él habría sabido terminar el Fausto. Quede claro que Schiller, provisto de una más robusta voluntad y laboriosidad, siempre fue un estímulo intelectual para Goethe, una especie de acicate; recordemos que para el momento del encuentro, Goethe estaba a medias retirado de la creación poética y embarullado por los asuntos de la corte, incursionaba más bien por el lado de la ciencia. Schiller, sin embargo, lo veía sobre todo como un poeta, ni filósofo. ni científico, ni naturalista, ni estadista, un poeta como Dante, y por ese camino lo quería llevar; como otros amigos no veía bien su vida desperdiciada en los asuntos de palacio Pero Gothe se quería ante todo hombre, antes que un gran poeta, un gran hombre, tal como para la posteridad sentenció el gran corso, "He aquí un hombre", en el célebre encuentro. Goethe no deja de reconocer el carácter estimulante y activador de la personalidad de Schiller. Y así como éste ve y estima en Goethe la espontaneidad y ese obrar como naturaleza, esas dotes de poeta que arrollan con su verbo, Goethe admira en Schiller esa fuerza moral que luchando se opone a las circunstancias del mundo. ¿Cómo lo describe? "Como una persona para quien lo vulgar que brota de los propios sentidos, de los propios intereses, .Y sobretodo el embrollo de los intereses de las personas, quedaba muy por debajo y era como si no existiese. Y si lo heroico descansa sobre el vigor hacia las altas cimas capaz de devorar sin cálculo las propias energías, su carácter era un carácter heroico a pesar de toda su modestia y sencillez.” Schiller es para Goethe uno de esos héroes a quien verdaderamente pertenece la historia, hombre activo y poderoso empeñado en una gran lucha y que teniendo necesidad de modelos no los halla en el presente y tiene que buscarlos en el pasado y entonces hace historia monumental según los tipos nietzscheanos. Le aplica el mismo rango que el propio Schiller inventara: el de la "nobleza del mérito", sostenida en una gran fuerza que estímula, empuja, agita espiritualmente. Hay también en la propia persona de Goethe una tensión que reproduce la tensión entre los dos polos que ambos representan, una tensión desde siempre porque ya se expresa en el primer Fausto y en los ires y venires de su propia vida: beber del árbol de la vida o de los libros, oposición que tiene también otras expresiones, consumirse en la reflexión o en la acción, volcar la mirada hacia la naturaleza o hacia el yo. En otros términos acuñados por el propio Schiller, ser ingenuo o sentimental. Ya en la apertura del Fausto, cuando la idea estaba todavía encerrada en el en-sí no consciente de la idea hegeliana, oscura todavía en la mente del propio creador, el instinto-Goethe se detiene en la traducción de esa palabra verbum, el principio de los principios. En el principio de los principios no era el logos, ni el sentido, ni la fuerza; en el principio era la acción, la acción del creador, del artista del mundo, la acción que es palabra encarnada que habita entre nosotros. Si Schiller vio que el Fausto debía ser llevado a la vida activa no fue por capricho de iluminado sino porque ello estaba impreso en las marcas del origen y porque era la resolución de la tensión de los poetas como poetas, de los poetas en tanto sesgados hacia el filósofo o el hombre de acción y era también la tensión de la época expresada en aquella serie innumerable de oposiciones equivalentes y dispares. El tema en Goethe, nietzscheano antes de Nietzsche, se resuelve a favor de la vida, por eso acaso Nietzsche coloque como epígrafe de su primera intempestiva la expresión breve y sintética de esta opción: "detesto todo lo que no hace más que instruirme sin aumentar mi actividad o vivificarla". Así como Schiller buscó y halló en Kant sustento para su teoría estética, Goethe tiene su Spinoza, matizado con la filosofía de la naturaleza de Schelling. Como Spinoza, concibe la naturaleza como un continuo, sin saltos entre vida orgánica e inorgánica.Y en este sentido avanzan sus investigaciones. El descubrimiento del hueso intermaxilar que vincula al hombre con los vertebrados superiores es producto de la marcha dentro de esta concepción de la naturaleza como un continuo. El principio rector es la vida, punto de partida para la comprensión de la naturaleza. Aquello que en la naturaleza parece muerto no es más que vida enrigecida. Es preciso entender a la naturaleza a partir de la vida y no a la vida a partir de una naturaleza mecánica, y he 0aquí la diferencia con Spinoza. Como en Shelling, en versión probablemente herderiana, organicismo vitalista, contra la primacía del principio mecánico. La naturaleza, entendida como un antagonismo de fuerzas opuestas en que el individuo no es más que un tránsito; la vida, el producto de esas fuerzas contrarias. El de Goethe es un spinozismo poetizado, donde la naturaleza divinizada, la santa naturaleza, es vida fluyente que pugna por desplegarse. No hay nada más sagrado que la vida, “Que magnifica y deliciosa es una cosa viva, es verdadera, vive”. El poeta se sorprende y queda embelesado con la simple y escueta constatación del vivir, y es así como también la muerte cobra su sentido no como lo otro sino como aspecto astuto de la misma vida. “La vida –dice- es la más bella invención de la naturaleza y la muerte… , un ardid para que haya más vida”. Pero, ya lo hemos dicho, Goethe incursiona en la filosofía de la naturaleza con fines estéticos, es esta centralidad del concepto de vida que se halla en la base de su teoría estética. Dice Goethe: “El poeta debe aprehender lo particular… y representar así lo universal”: “la verdad simbólica es aquella en que lo particular representa a lo más general, no como sueño o sombra sino cual viva y actual revelación de lo inescrutable”. El arte, en suma, debe bucear en lo concreto, extraer el universo del fenómeno, lo universal de lo particular, el Todo de ese Uno, de esa vida en movimiento de ese fluir como eterno océano de donde brota lo infinito. Desde este punto de mira esboza su concepto de fenómeno primario, ese concreto que en la expresión poética no sólo corporiza el ideal genérico sino que es uno y lo mismo con él. Es en el marco de esta concepción estética que hay que leer las palabras de Fausto contra el soliloquio de la razón ensoberbecida que se exilia de su ambiente natural que es la naturaleza. ¿Qué es lo bello?, lo bello es la manifestación de secretas leyes naturales, algo objetivo. La atracción por el fenómeno primario va de la mano con esa manera tan gotheana de estar parado frente al mundo en actitud de contemplación ingenua, el contemplador incansable, le dice Nietzsche. Es el ideal de Fausto, ambición desmedida de gozo total con el mundo sensible, con el mundo de las apariencias y de las bellas formas, especie de erotismo intelectual que se expresa en el ansia de “copular ampliamente con el fenómeno” para arrancar a la naturaleza todos sus secretos; un derivado del panteísmo spinozista, devenir a través de la experiencia un entero microcosmos, captar en cada experiencia la totalidad de los posibles. Cada hombre se transforma a sus ojos en encarnación de la naturaleza humana, cada parte del mundo le susurra acerca del sentido de la vida. Ese entusiasmo explica aquel otro que le inspirara, en las postrimerías de su vida, la introducción en Francia por obra de Geoffroy del método sintético de investigación de la naturaleza. “Desde ahora -dice- gobernará (…) el espíritu sobre la materia y se podrán vislumbrar los grandes principios de la Creación, los grandes talleres de Dios. Pues ¿Qué vendría a ser en el fondo el trato con la naturaleza si nos limitáramos a los caminos analíticos, si sólo nos preocupáramos de las diversas partes materiales, si no percibiésemos el alentar del espíritu?. Por fin, se encuentran, a través del método, los caminos de la ciencia y de la poesía: armónicamente conjugadas se hallan la observación ingenua de la naturaleza por un alma de interior sereno y la intuición del todo fluyente de la vida antes de perder la mirada en los meandros de una sola dirección. Goethe entiende que sólo al precio de no dejarnos tentar por la exhaustividad y sólo al precio de saber resignar nuestra subjetividad podremos penetrar en los misterios de la naturaleza. Toda su obra destaca por este rasgo de naturalista: aprehender o comprender la vida a través de la vida. Desde esta perspectiva se opone tanto al científico que parcela y acumula conocimientos, por lo que de tan sabio ya no reconoce ni a su padre, como lo ocurre a su personaje Götz, como al aprendiz de filósofo que se mueve entre vacías especulaciones. La tensión Y aquí comienzan las fricciones, el lugar donde la tensión se tensa, lo que se lee más allá de la correspondencia demasiado cauta para ser un reflejo de los vaivenes de la relación. Porque esta estética goetheana está en las antípodas del sentir romántico y por tanto rebota contra el idealismo schilleriano. En conversaciones con Eckerman (14.5.24), y en alusión a Schiller, se muestra adverso a todo tipo de “especulación filosófica que -dice- hace mal a los alemanes, pues torna su estilo, vago difícil y oscuro” y condena la tendencia a colocar la idea por encima de la naturaleza, pretender como hacen los románticos que lo que se concibe debe ocurrir. A su modo de ver Schiller se pierde en la búsqueda infructuosa de las ideas. Él entiende que el poeta debe buscar la luminosidad de las cosas, es famosa su atracción por los vasos, los cristales, las transparencias; la estrechez de las categorías, por el contrario, hace desvanecer la multiplicidad del universo. En otra de estas conversaciones (2.3.29), haciendo ya una separación tajante entre clásico y romántico y emitiendo decididos juicios de valor, dice “Se me ha ocurrido una frase que me parece bastante expresiva: llamar sano a lo clásico y enfermo a lo romántico. Así vemos que los Nibelungos son tan clásicos como Homero porque ambas obras son sanas y robustas. La mayor parte de lo nuevo, sin embargo, no es romántico por nuevo sino por débil y enfermizo, mientras que muchas cosas antiguas no son clásicas por antiguas sino por frescas, alegres y sanas.” Y un año después, en otra de las mismas conversaciones, rememorando sus debates con Schiller, cuando por primera vez se introdujeron esos conceptos que para la fecha, 1830, ya estaban difundidos por todo el mundo, cuenta a Echerman: “En mi poesía, yo ya había escogido el principio del procedimiento objetivo, y no quería separarme de él. Y Schiller, por el contrario, buscaba la eficacia en el subjetivo. Tenía a su orientación por la auténtica y verdadera y para defenderse de mis ataques escribió su ensayo sobre la poesía ingenua y sentimental. Intentó demostrarme que yo mismo, contra mi voluntad, era completamente romántico y que aun mi Ifigenia, a causa de predominar en ella el sentimiento, no era tan clásica ni estaba tan en sentido de los antiguos como pudiera creerse.” Parece ser que Schiller no quedó muy convencido de la legitimidad de esa clasificación de lo sano y lo enfermo, ni tampoco de la diferencia exclusiva de ambos métodos pues con apenas disimulada ironía respondió en carta del 2.1.98. “Su manera de alternar producción y reflexión es verdaderamente admirable. En usted las dos operaciones se dividen verdaderamente y es por ello por lo que ambas son ejecutadas con tanta pureza. Mientras trabaja usted verdaderamente se halla en las tinieblas y la luz sólo se halla en su interior y en cuanto empieza a reflexionar, la luz interior emerge dentro de usted e ilumina los objetos para usted y para los otros.” Las fuerzas complementarias friccionan. Insistimos en la sospecha: ¿Qué esconde esa exagerada armonía de la correspondencia, ese exclusivo discurrir sobre sutilezas técnicas y categorías o tendencias estéticas? Quizá las diferencias dichas no sean más que aparentes diferencias –esto es lo que trasunta de la respuesta de Schiller. Quizás ellas no sean más que el muro que esconde las verdaderas diferencias. Escuchemos unas palabras de Schiller en carta a Körner: “El espíritu de Goethe ha moldeado a todos los que pertenecen a su círculo. Un desprecio orgulloso de toda especulación e investigación, con un apego a la naturaleza llevado hasta la afectación y una resignación a sus cinco sentidos, en pocas palabras, una cierta simplicidad infantil de la razón lo caracteriza a él y a la secta local. Es mejor buscar hierbas o dedicarse a la mineralogía que dejarse atrapar por demostraciones vacías. La idea puede ser muy sana y buena, pero también se puede exagerar mucho.” Es cierto, la carta es anterior al nacimiento de la amistad. Sin embargo, poco ha cambiado la posición de Goethe. Después del viaje a Italia vuelve a la corte de Weimar, y allí permanece con cierta estabilidad ocupándose de actividades varias, sólo con gran esfuerzo y siempre a instancias de Schiller, reanuda su producción poética. Y hay todavía otro problema, la cuestión política, su comprometida posición en la corte, sus condescendencias con el príncipe: Schiller no aceptaba que le sacrificara su grandeza. Ya vimos el caso especial de la presentación del Egmont, la reacción airada de Schiller. No era tampoco un caso aislado. Todas las obras dramáticas de Goethe, aun cuando comenzaran en un tono revolucionario, derivaban siempre hacia un motivo personal y/o hacia un tono conciliador, desde el punto de vista político se mostraba francamente conservador, pues tradición y jerarquía aparecían en sus obras como categorías inalienables. A la mirada de los amigos, de los coetáneos, de los que vinieron después, partidarios o adversarios, hay en Goethe una incapacidad radical para comprender la historia política, incapacidad incluso para hablar de los acontecimientos de la época de otra forma que no fuera la alusión, y ello por dos motivos: en su calidad de huésped del príncipe, por sus compromisos con el régimen feudal, y en su calidad de pequeño burgués temeroso de perder su tranquilidad, por su rechazo fundamental de toda conmoción política. Esto se hace manifiesto en todas sus obras, que hacen referencia a la Revolución Francesa, en todos los casos ésta aparece sólo como oscuro trasfondo no tematizado. A diferencia de Schiller, autor de obras de neto tono revolucionario, no concibe la historia como lucha de clases sino como una sucesión fortuita de formas de dominación y de cultura, despliegue de grandes personalidades como César, Napoleón, Shakespeare, Voltaire. Ve en la existencia de estos grandes hombres una necesidad de la naturaleza para realizar sus fines. Así el programa de Napoleón de disolver a Alemania en sus pueblos constitutivos no tiene para él nada de monstruoso porque veía en esa dispersión la oportunidad para los grandes individuos de elegir sus círculos de acción. Y en el marco de las luchas clasistas de la Alemania de su época no se sentía un representante de la burguesía sino su embajador, un moderado mediador frente al feudalismo y el principado. Esto fue siempre motivo de cierto reparo, de cierta actitud de censura a veces no necesariamente explícita por parte de los amigos. La tensión en el Fausto Para ahondar en el contenido del conflicto anclemos en el Fausto de Goethe, porque así como en la obra de Schiller hallamos un insistente tratamiento de los dos polos de la tensión y en Cartas una suerte de síntesis o conciliación entre ambos, también en la obra de Goethe, reflejo de su problemática existencial, y como él mismo la califica “fragmentos de una confesión”, hallamos una expresión estilizada de sus conflictos y obsesiones. El Fausto en particular constituye una síntesis paradigmática de su conflicto existencial, el que de alguna manera expresa también la tensión-complementación entre los dos amigos y también a un nivel macro el conflicto de la joven Alemania: en esta instancia el conflicto se expresa en términos de construir su identidad a través de la cultura apelando a la tradición, al pasado, o bien a través del desarrollo material, la industria, la mirada colocada en el porvenir. La primera versión de la dicotomía es la del primer Fausto, ese entre viejo y adulto que naufraga en un escenario gótico entre libros roídos por los gusanos, huesos y esqueletos de animales, instrumentos de todo tipo carcomidos y empolvados, el conflicto se resume en la pregunta: “beber del árbol de la ciencia o del árbol de la vida”. Poco después pensando en el Génesis del Antiguo Testamento opone al verbo como principio, el principio como acción. La solución avanzada, tras el trato con Mefistófeles, es en esta primera parte de tono romántico en correspondencia con el momento de la concepción. Goethe la escribe cuando todavía persisten en él aquellos valores. Si bien Mefistófeles le propone el goce sensual, Fausto halla en Margarita el amor inspirado por todo lo que ella representa, pureza, sencillez. Fausto se muestra sorprendido y embelesado en el cuarto de Margarita por todo ese mundo de idílica belleza y el dilema se resuelve a favor de la vida como desnuda vida del cuerpo y el corazón. Pero Margarita representa también lo arcaico, el atraso, el medioevo, que debe ser superado. Por lo tanto al final de esta primera parte, con la destrucción de Margarita y su mundo idílico-patriarcal, se perfila ya el segundo Fausto, el otro Goethe, el que valora la acción como fuente de transformación y cambio, aquel para quien la autodestrucción es medio de autodesarrollo, un Fausto que anuncia ya el superhombre nietzcheano como encarnación de la voluntad del hombre elevado por sobre los dioses y los demonios. Se trata como en el superhombre de Nietzsche de hacerse más humano, desarrollar el hombre, destruir para crear nuevos valores. En el segundo Fausto, escrito entre 1825 y 1831 – no olvidar que el Fausto fue compuesto a lo largo de toda la vida del poeta – ya se está en marcha. Describe una parábola en dos movimientos. El primero de ellos revela el cambio de gusto: de lo romántico sentimental a lo clásico; el valor de la belleza encarnada esta vez en Helena, Fausto locamente enamorado y de la unión nace Euforión, síntesis de lo clásico y lo romántico, de la poesía total. Pero Helena debe regresar al reino de las sombras y Euforión, esa encarnación del arte, se hunde en el abismo, y queda entonces descartada la solución por el arte. En el segundo movimiento Fausto se halla finalmente a sí mismo y resuelve el dilema entre ciencia y acción a través de una síntesis entre ambos polos: utilizará la ciencia para la acción transformadora para lo cual habrá de sacrificar a sangre y fuego todo el mundo de lo arcaico representado por la figura de los dos ancianos Filemón y Baucis. El Fausto, entonces como expresión paradigmática del dilema que tanto preocupaba a ambos amigos, a los dos genios atareados en la construcción de una grandeza, dilema también vigente en la Alemania del siglo XVIII y XIX: es el conflicto entre el dios del verbo y el dios de la acción, mezclado con aquellos otros de lo clásico y lo romántico, lo idílico-arcaico y la vía del progreso. Precisiones sobe la tensión Hablábamos de tensión, ¿Qué es tensión? Pienso en la cuerda, tensar la cuerda, que las fuerzas tensen de igual manera, que sean fuerzas de igual magnitud, no puedo sino evocar a Heráclito, el arco y la lira, él nos hablaba también de guerra y discordia, guerra es madre de todas las cosas. Goethe y Schiller guerra para generar ¿Qué cosa? La grandeza, Alemania, siglo XVIII busca generar su grandeza, el tema de la cultura. ¿Ser francés o ser alemán? He ahí la cuestión. ¿ser clásico o ser romántico? Revolución Francesa o imperio de los príncipes, la vigencia del problema ya muy entrado el siglo XIX. Leamos a Nietzsche, nuevamente, a un siglo de distancia, la cuestión medular de la cultura alemana: ser sí misma, no disfrazarse de francés, hacerlo todo uno, la forma y el contenido. Regresemos a Goethe y Schiller: no ofuscarse porque no toda la serie de oposiciones dichas o por decir, ser o deber ser, naturaleza o ideal, revolucionario o conservador, se alinean sin ambigüedad en uno y otro bando, hay entrecruzamientos tenues, no transparentes, las apariencias engañan. Dice Goethe: “Y sin embargo Schiller era mucho más aristocrático que yo”, a sus ojos, Schiller no comprendía nada de pueblo ni de germanidad, por su espíritu delicado que quería elevar lo bajo, por su ímpetu de salvador, por esa grandeza que él hallaba ingenua, francamente infantil, y por eso precisamente lo quería, porque estaba más allá de todo. Por cierto, un gran loco emotivo de la libertad por lo cual era fácilmente confundible con un hombre de tendencias populares, pero en realidad nada que ver con ese tipo, era en realidad un aristócrata del espíritu, mucho más que el propio Goethe, quien desde su diván feudo-burgués entendía que sólo el noble podía ser persona y artista. Mucho más aristócrata porque como polo irradiante de toda esa grandeza moral devenía puro espíritu, nada de materia. Y Goethe explica: lo puramente masculino, la pura voluntad, la pura libertad no es natural, y ahí es donde comienza a hacerse fastidioso, tanta energía en despliegue permanente. El espíritu se vuelve especulativo, casi especulador con extrema exigencia para sí: incursionar en el kantismo, en la filosofía, y luego también un año para cada drama y de paso salir de la pobreza. Aún cuando rechacemos las tipologías, podemos jugar con los tipos nietzcheanos, no para utilizarlos como herramientas conceptuales sino para aprehender intuitivamente los rasgos medulares del dilema. Nietzsche tiene la ventaja de serles cercano, podemos esperar que entre alemanes se entiendan, como tal sabe sintetizar los modelos ideales de su tiempo. Dice Nietzsche: “Hay tres imágenes del hombre consagradas sucesivamente por nuestra época y cuyo espectáculo quitará a los mortales aún por largo tiempo el deseo de glorificar su propia vida”. Cuando Nietzsche habla del genio -y ellos son los dos genios- cuando habla del hombre grande, habla de tipos, tipos que se hallan en una vía ascendente hacia el modelo más perfecto: avanza desde el hombre de Rousseau hasta el hombre de Schopenhauer, el educador, luego vendrá el artista Wagner. Aventurémonos entonces por los pasillos de esta tipología nietzcheana. El primer rango es el hombre de Rousseau, una fuerza ebulliciente que mueve las multitudes, un impulso que inflaciona a las atmósferas revolucionarias, “pues en todos los movimientos socialistas –dice- y en todos los temblores de tierra el hombre de Rousseau es el que se agita como el viejo tifón bajo el Etna”. Podríamos pensar en Schiller, recordemos, “el loco emotivo de la libertad” –le dice Goethe- , aunque guardemos algunas reservas, porque en él también se produce un giro hacia la temperatura moderada del clasicismo. El siguiente tipo es el mismo hombre de Goethe, no hay necesidad de adaptarlo al caso, pues surge como paradigma del mismo caso, es Goethe mismo elevado a modelo de humano, aquel que condensa las críticas y denuncias concentra también los rasgos de una especie. No es poco lo que dice Nietzche de esta figura paradigmática; cuando que quiere hablar del genio, del artista, del hombre de excepción, del gran hombre más que del gran poeta como quería el propio Goethe, redunda una y otra vez a lo largo de las Intempestivas en la figura de nuestro personaje, pero en la tercera y antes de hablar del hombre de Schopenhauer, esa fuerza activa que descorazona a las naturalezas contemplativas y espanta a la multitud, se explaya con más detalle sobre los rasgos del tipo. Dice que este tipo humano no es una fuerza tan amenazadora como el hombre de Rousseau, más bien se trata de “un correctivo, un calmante contra esa peligrosa excitación”. Ambos tipos se repelen porque éste, el hombre de Goethe, evita el encuentro con aquél, pues “detesta todo lo violento, lo que camina a saltos, lo que quiere decir que detesta toda acción”; y así el Fausto, la imagen más elevada y audaz del revoltoso insaciable con ansias de redentor del mundo, se convierte en el viajero alrededor del mundo, y todos los pasados, todas las artes y las ciencias, todos los parajes de la naturaleza ven pasar al contemplador insaciable. Nietzsche habla confusamente de Fausto y de Goethe por lo que no se acierta a comprender si se refiere al personaje y a su transformación en la segunda parte de la obra, o bien a la deriva de la vida del autor. Pero finalmente concluye: “Cuando el alemán deja de ser Fausto, ya no hay peligro más inmediato que el que se convierta en filisteo y se dé al diablo”. Se trata entonces del hombre Goethe, el hombre contemplativo de gran estilo, que va atesorando todo lo grande para usarlo de propio sustento, pero no resuelve hacia la acción y si tal cosa ocurriera –dice Nietzche- no se subvertiría ningún orden, porque se trata de una fuerza conservadora y conciliadora. Retomando la metáfora de los ríos a través de la cual Schiller expresaba su manera de entender el sentido de la célebre amistad, dice Nietzsche que Goethe es un “río rico en afluentes que sin embargo no aporta todas sus aguas al mar sino que pierde al menos la mitad en los meandros de su curso”, no comparar con el torrente, la catarata wagneriana que desparrama sus aguas produciendo una inundación. Pero regresemos al tema de la fuerza conciliadora, era el propio Goethe quien se veía a sí mismo como tal, escasas dotes de dramaturgo o falta de espíritu trágico, pues era, y se sabía nacido, para la reconciliación. Sin embargo no era éste un rasgo vergonzante, lo acompañaba un orgullo, la conciencia de ser éste el sustento de su grandeza, aquello que lo distinguía de los otros, sus compatriotas, los mezquinos, los que se quedaban con una parte, los partidarios. Cito las palabras que pone en su boca Thomas Mann, quien no pocas veces lo puso de ejemplo para educar a su pueblo y sacarlo de la barbarie, para alejarlos primero del mal que veía venir, luego de la posible recaída. “¿No es reconciliación y equiparación todo mi esfuerzo, y no es mi causa la afirmación, el tolerar y el hacer fecundo lo uno como lo otro, equilibrio, armonía? Sólo todas las fuerzas juntas componen el mundo y todo es importante, todo tiene valor de desarrollo y cada disposición se perfecciona por sí misma. Individualidad y sociedad, conciencia e ingenuidad, romanticismo y habilidad –ambas cosas y también la otra- recibir, incorporar, ser un todo, avergonzar a los partidarios de cada principio al completarlo y completar también el otro”. Conciliación es también una forma de la tolerancia y cuenta entre sus deseados efectos la fecundidad en el arte y la paz en lo político. Y nuevamente recurro a Mann, quien supo comprender su grandeza por encima de todas las inquinas, y ya antes de su conferencia de 1949, Goethe y la democracia, donde lo presentaba como un antídoto contra el nazismo, en 1939, dice a jóvenes alterados, inflamados de nacionalismo que rechazan su profesión de paz “yo soy un pacifista. El pacifismo como concepción del mundo, como vegetarianismo del alma, como filosofía racionalista burguesa de la felicidad, no es, desde luego, asunto mío. Pero tampoco fue asunto de Goethe, o no lo habría sido de vivir él hoy, y sin embargo fue un hombre de paz. Yo no soy Goethe, pero un poco de lejos, soy de su familia y por eso mi herencia es la paz, porque la paz es el reino de la cultura, del arte y del pensamiento”.

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    Mar 25, 2024

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